
Por Israel Lazcarro Salgado
En verdad que ya son pocas las instituciones creadas por el cardenismo, y que hoy sobreviven al embate del neoliberalismo. El Instituto Nacional de Antropología e Historia (el INAH) es una de ellas. Creado en 1939, como bien sabemos, ha tenido por misión la protección, conservación, promoción y difusión del patrimonio cultural de México. ¿Qué fue entonces lo que sucedió en Tlaltizapán, Morelos?, ¿qué sucedió ahí, con trascabos destruyendo restos arqueológicos con siglos de antigüedad?, ¿cómo es que un sitio arqueológico, La Mezquitera, que logró sobrevivir a los embates de la historia, no logró en cambio, subsistir al INAH? ¿Acaso no la labor de dicho instituto era la protección, preservación y difusión del patrimonio? Pues sí, pero al parecer su tarea se ha vuelto difícil, y hoy el instituto enfrenta una aguda crisis que los medios de comunicación no han dejado de exhibir con justa razón. Sin embargo, el ataque a la imagen del INAH quizá no sea del todo ingenuo: hay poderes interesados en demoler este instituto con todo lo que significa, y entre los escombros del sitio arqueológico demolido en Tlaltizapán, posiblemente yacen también los escombros de un proyecto de nación, que ha tenido por misión, la preservación, difusión, rescate del patrimonio.

Tarea nada sencilla por cierto, y aún estratégica para la definición de un Estado nación que tras la Revolución Mexicana buscaba consolidarse, apelando no a ideales propios del colonialismo (la Virgen de Guadalupe, el catolicismo), sino a la riqueza cultural de su propia gente, el devenir histórico de su población, anterior y posterior al contacto con los europeos. ¿Qué sucedió en Tlaltizapán entonces? ¿Acaso una violación a la ley que rige al INAH?, ¿un mal entendido de lo que significa “proteger”? Hagamos una mirada retrospectiva de lo que significa proteger y preservar el patrimonio. Hoy dicho patrimonio se divide entre lo tangible y lo intangible. Casas, edificios, templos, cualquier estructura, lo mismo que cualquier resto u evidencia del acontecer humano, sea de origen biológico o artefactual (huesos, cerámica, piedras labradas, etc.), forma parte del patrimonio tangible. En cambio, la lengua, la ritualidad, una danza, una receta de cocina y hasta una canción, forman parte del patrimonio inmaterial. La preservación en ambos casos, supone estrategias de aproximación y resguardo muy distintas. De cierto que la cultura es dinámica, y respetar sus transformaciones, sus innovaciones y respuestas a un entorno cambiante, forma parte de las labores del INAH. Lo que se resguarda, lo que se valora, no son piedras ni pedazos de una vasija rota, no se trata de montículos o platillos típicos, sino la gente, la lógica cultural que a través de esos objetos y prácticas se identifica, se organiza y se desenvuelve, ya sea ahora o hace miles de años. Es el acontecer humano en toda su magnífica diversidad, lo que se protege, o al menos se busca comprender.

Pero la cosa no es tan simple: México es un país excepcionalmente rico en materia cultural. La preservación de todo su patrimonio bien se ve que es una tarea titánica, descomunal. Pocos países se encuentran en una situación similar, y sin embargo se inspiraron en el ejemplo mexicano creando instituciones similares al INAH. Es dable preguntarse no si debemos preservarlo “todo”, sino tan sólo si es posible. De llevar las cosas al “extremo”, los vivos no podremos vivir en el suelo de los muertos. Sea para construir las líneas del Metro en la Ciudad de México, sea para edificar un hospital, muchos restos arqueológicos han debido ser destruidos. Claro está, ello se realiza tras el previo registro, estudio y análisis de lo que habrá de ser destruido, y rescatando lo que se pueda rescatar. Son famosos los desencuentros entre arqueólogos e ingenieros, unos pugnando para disponer siquiera de un día más para investigación, los otros pugnando para meter la maquinaria pesada lo antes posible. Es frecuente escuchar cómo miles de estructuras arqueológicas, entierros y ofrendas funerarias han sido destruidos con celeridad por los ingenieros de una obra, a fin de que el INAH no se entere de su existencia. Las presiones por la conservación y destrucción del patrimonio en cada rincón del país son en verdad muchas.
El problema aquí es definir cuánto es “demasiado”. Cuánto es “suficiente”. ¿Sabemos lo suficiente sobre el pasado prehispánico de Morelos?, ¿acaso ya hay demasiado patrimonio resguardado y es inviable tratar de proteger más? En cuestiones de conocimiento e investigación científica, nunca es “suficiente”. Y si nos atenemos a rigor académico, nunca estaremos en posición de saberlo “todo” ni pronunciar la “última palabra” sobre algo, especialmente si sucedió hace cientos de años. Entonces, si no es un criterio científico el que nos impone detenernos en una investigación, sólo podría ser un criterio administrativo programático el que nos imponga la imposibilidad de seguir investigando: falta de recursos financieros, o bien, falta de recursos humanos o de condiciones sociales que permitan si no la investigación, al menos la preservación de todo tipo de patrimonio. Si no puede hacerse todo lo que se quiere, al menos haremos lo que se puede, siempre en pos de la protección y difusión de dicho patrimonio.
Sin embargo, los embates neoliberales que entienden la cultura como mercancía folklórica y los sitios arqueológicos como parques de diversiones buenos para el negocio (en el mejor de los casos), no han cesado durante los últimos veinte años, afectando sustancialmente las labores y capacidades del INAH en su noble misión. Dicha lógica neoliberal, choca de lleno con los principios ideológicos y políticos que inspiraron la creación del INAH. Si el INAH sirvió para fortalecer al Estado Mexicano, el neoliberalismo ha buscado y conseguido, precisamente, su debilitamiento, de manera que en su patética labor de demolición del Estado, para los gobiernos neoliberales de los últimos años el INAH ha sido un estorbo.
Pese a todo, sus investigadores (antropólogos, historiadores, etnólogos, lingüistas, etnohistoriadores, arquitectos, biólogos, médicos, etnomusicólogos y por supuesto, arqueólogos), han buscado realizar su trabajo pese a un creciente aparato burocrático- administrativo que por ignorancia o inercia institucional, acaba desempeñando funciones que debieran ser competencia de los mismos investigadores. No sólo se trata de una extrema burocratización del instituto: éste se encuentra atrapado entre una misión cultural plasmada en la legislación (y en la mente de muchos de sus investigadores), y una casta de funcionarios gubernamentales que desde la Presidencia de la República hacia abajo, se muestran más interesados en el coleccionismo privado y la compraventa del patrimonio nacional como negocio. En este contexto, donde hay poderosos agentes interesados en construir un centro comercial, un aeropuerto, una zona residencial o una simple carretera, hoy pueden gozar de impunidad, aprovechando un resquicio administrativo que explota una debilidad institucional sin precedentes.

Por desgracia, hay investigadores que parecen ignorar el hecho de que trabajan con seres humanos. Enfrascados en la piedra, pierden de vista al humano que está atrás de ella. Y en esta perspectiva en extremo limitada, casi miope de lo que significa la preservación del patrimonio, terminan avalando por acción u omisión, esta demolición del Estado mexicano a manos de la lógica neoliberal. Esos trascabos demoliendo una escalinata en Tlaltizapán, son justa metáfora de la demolición neoliberal del Estado. Quizá en el caso de este sitio arqueológico, el investigador en cuestión, un arqueólogo con larga experiencia en este tipo de eventos, haya considerado que se trataba de un sitio secundario, que ya se sabía lo suficiente, o que se trataba de un sitio ya muy saqueado, víctima de negligencias anteriores. Sin embargo, por saqueado, alterado y dañado que esté, un edificio no se destruye. Si así fuera, no habría argumento válido alguno que impidiera destruir las pirámides de Teotihuacan: saqueadas desde antaño, excavadas con dinamita en la época porfiriana, y remodeladas al gusto estético de la época, podrían muy bien ser demolidas.

No cabe duda que el problema no se limita a un asunto legal: en términos jurídicos la destrucción con trascabos, pudo haber sido avalada académica y administrativamente, con apego a un reglamento. Después de todo, la parte administrativa del INAH, directivos, abogados, que realizan su trabajo de cotidiano enfrentando toda suerte de conflictos y presiones, en ciertas ocasiones parecen no tener criterio suficiente para discriminar entre lo válido, lo imprudente y lo insensato, debiendo confiar necesariamente en lo que la voz calificada de un arqueólogo les diga. Confían. A veces a ciegas, y en ciertos casos se equivocan.
En lo personal, confío en que eso es remediable, acudiendo a más investigadores, confrontando puntos de vista. Pero los investigadores también nos equivocamos. Un investigador suele equivocarse sobre todo, cuando merced al permanente amparo institucional, pierde contacto con la realidad. Que no es fácil evitar la locura cuando se vive demasiado mimado, demasiado aislado. En este caso, nada peor para la academia que el encierro en Torre de marfil. Puede haber razones técnicas y argumentos jurídicos atrás de estos yerros, pero no sensatez.

El problema real y de fondo, es precisamente la virtual desconexión entre las disposiciones administrativas del INAH y la realidad cultural y humana del país. Ya que aún suponiendo que “no hay valor” histórico suficiente, en términos académicos, del sitio arqueológico en cuestión, al menos sí hay (y de manera ostensible) valor social e identitario, que el INAH también debiera proteger. ¿Con qué frecuencia los habitantes de una localidad realizan marchas en defensa de un sitio arqueológico? Si el drama en la actualidad ha sido la desvalorización y desconocimiento que permea a gran parte de la población, que está dispuesta a demoler su iglesia colonial, por considerarla “vieja y fea”, tal como sucedió en el municipio de San Pedro del Monte, en Tlaxcala bajo instigación del cura párroco, ¿cómo es posible que el INAH ignore el clamor popular que surge en defensa de su patrimonio? Así se tratara de una pirámide reciente, hecha hace cuarenta años, el INAH debiera buscar preservarla, no por el valor histórico, sino por elemental respeto a la identidad, territorialidad y dignidad del pueblo que la defiende. Porque el patrimonio histórico y cultural es de la nación, no del INAH: el instituto es el encargado de protegerlo. No es el dueño. Y si algo escapa a sus facultades jurídicas y legales, al menos puede hacer sugerencias puesto que el INAH (a diferencia del variopinto espectro de instituciones de Estado) se supone tiene “sensibilidad” en materias culturales.

Como otras cosas, el patrimonio es de la nación, y la nación es todo el pueblo. Si dicho pueblo no valora su patrimonio, es deber del INAH hacerlo valer, educando, informando, concientizando. No se puede defender el patrimonio en contra del pueblo. El caso de la capilla tlaxcalteca demolida hasta sus cimientos es elocuente ejemplo de ello: ahora el INAH interviene con una denuncia penal en contra de los responsables de dicha destrucción (el pueblo), pero se enfrenta a un dilema moral insoslayable: ¿con qué autoridad moral condena una destrucción si avala otra?, ¿cuándo sí es válido destruir el patrimonio? Pareciera que un sector del instituto está empeñado en enfrentarse y enemistarse con el pueblo: en un caso por destruir su patrimonio, en el otro por defenderlo. Extraña esquizofrenia de una institución a un tiempo sensible y solidaria para con las necesidades de la gente, y al mismo tiempo copada por la miopía y el cálculo de corto plazo. Si hubo insistentes demandas del pueblo de Tlaltizapán por defender lo que considera su patrimonio, es un extremo despropósito, clímax de la desconexión entre ciertos elementos del INAH y la población mexicana, permitir la entrada de trascabos a un sitio arqueológico y demolerlo a la vista de su gente. Claro desvarío institucional el permitir su destrucción, y más aún, hacerlo bajo el argumento de que es así como se protege. Tesis defendida por el Coordinador Nacional de Arqueología, Pedro Francisco Sánchez Nava, que raya en lo que parece ser ya una burla. Y es que es ahí, en esa coordinación, en ese “Consejo” de Arqueología, donde se han encabezado las medidas más atroces, más déspotas y más miopes de los últimos años (como la construcción de un museo sobre una plataforma prehispánica en las Yácatas de Tzintzuntzan, Mich.; o la “remodelación” y techado al Fuerte de Guadalupe, en Puebla; y tantas obras más).
Que el INAH estorbe a los empeños demoledores de un Estado mexicano en proceso de desmantelamiento, no significa tratar inútilmente de acoplarse a los designios de sus verdugos neoliberales, y perder la dignidad. Perder cordura no es opción. Porque si acaso este Consejo de Arqueología pretendía ser sumiso una vez más para con aquellos intereses oligárquicos, y no “molestarlos” negando un permiso de destrucción, hoy encontramos que de todas formas el instituto está sumido en el escándalo. Que el ataque mediático al INAH no es ingenuo. Y de cualquier forma, sumiso o no, el INAH seguirá estorbando. Defender al INAH significa pues, defender un proyecto, una idea de nación, rica y diversa. El INAH no podrá defender su existencia asumiendo el papel de tapete frente a los grandes poderes, pues ello sólo termina socavando su legitimidad y respaldo social. Tampoco es la labor del instituto hacer regir a los muertos sobre los vivos.
Defender al INAH no significa defender cada piedra, cada tepalcate: el INAH no protege piedras, protege ventanas a mundos distintos, ventanas de entendimiento con nosotros mismos. Quizá la lógica burocrática haga perder de vista esto, y no tenga herramientas para enfrentarse a la lógica neoliberal que se impone. Pero los investigadores sí tenemos herramientas. O se supone. Simple y sencillamente la misión de cada investigador del instituto, ha de ser proteger y convertir en valor social toda la riqueza cultural que hasta la fecha se desconoce. Y tal ha sido el empeño cotidiano que gran parte de los investigadores del instituto realizan de cotidiano, en todas las áreas antropológicas. Por desgracia, basta uno solo, un solo investigador desconectado de la realidad socio-cultural en la que vive, para arrastrar al instituto en el extravío, y se empañe la labor y mérito de todos sus investigadores.
El INAH no tiene capacidades ni recursos (aunque sí facultades) para estar buscando pleitos legales contra todo mundo. De lo que se trata es de defender y hacer valorar por otros, lo que se considere pertinente y valioso, en términos que puedan ser aceptables para todos. No significa disimular nuestra existencia. Tampoco disimular errores. Es preciso defender al INAH, cierto, porque es esa una de las maneras de defender nuestro patrimonio. Sin embargo, defender al INAH lo que sí no puede significar de manera alguna, será defender sus extravíos, así cuenten con respaldo legal y seudo-académico.
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Fuente: El Tlacuache. Suplemento cultural No. 687, 16 de agosto de 2015. Delegación INAH Morelos.
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