DE LA CASA #75: NADA EN EL MUNDO VIVE SIN RAÍCES / AA.

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Nada en el mundo vive sin raíces, ninguna cosa impuesta por la violencia será duradera. La violencia lleva implícita en sí misma la debilidad. (Paul Valéry)

Por Artesano del Arte

“La palabra “desarraigo”, que Simone Weil analiza en su última obra, L’enracinement (El arraigamiento o como recientemente se ha traducido, echar raíces, es rica en contenidos poéticos: nada en el mundo vive sin raíces.

Los seres humanos, al igual que las plantas y los animales, necesitamos de un suelo nutricio para vivir.

Sin él, es decir, desarraigados, nos marchitamos, nos corrompemos y morimos.

El mundo humano estaba arraigado en suelos que, preservados por generaciones, daban alimento, rostro y sentido a las comunidades.

En esos sitios, al igual que un saco de maíz o de trigo eran respetados no por su valor, sino porque eran el alimento de sus miembros, la familia, las costumbres, los mitos, los usos y sus construcciones, se respetaban y conservaban como el alimento de sus almas.

Por la duración de esos mundos, llenos de significado, la comunidad entraba en el porvenir.

Los suelos, creados y conservados por los ancestros muertos y las generaciones presentes, no sólo contenían el alimento para las almas de los vivos, sino el alimento de seres que no habían nacido y que vendrían al mundo en siglos venideros.

La duración de esos mundos “constituía –escribe Weil– el único órgano de conservación de los tesoros espirituales amasados por los muertos, el único órgano de transmisión mediante el cual los muertos podían hablarle a los vivos, y la única cosa terrestre que tenía un vínculo directo con el destino eterno del hombre”.

La revolución industrial, el pensamiento ilustrado y más tarde los economistas burgueses, al fundar todo en la noción de valor como el camino hacia el bienestar, destruyeron los suelos y sus universos éticos para reducirlos a recurso.

El valor no sólo invadió todo y creó una relación utilitaria y especulativa con el mundo, sino que convirtió al hombre en un desarraigado.

Mientras en los mundos con suelo había una imagen que alimentaba al cuerpo y al alma, en el mundo del valor no hay imagen.

El sentido ya no reside en las obras del pasado que se conservan abiertas al devenir, sino en el progreso, es decir, en un proceso que sin cesar niega el pasado y el presente y transforma todo en producción y consumo.

El suelo, que otrora estaba poblado de alimento para el cuerpo y el alma, se pobló paulatinamente de valores cuyas presencias no representan ni dicen nada.

Señala Octavio Paz, “eran representaciones del mundo”; las chozas de bajareque, de adobe, de piedra y las maneras de habitarlas, eran, señala Ivan Illich, centros de hospitalidad, formas de habitar, de estar, de preservar y de moldear un mundo en relación con el suelo en el que se nació, en el que se echaron raíces; las maneras de producir alimento y objetos correspondían a herramientas moldeadas específicamente para esos suelos específicos.

Todo, en ese orden, tenía una relación de raíz que conservaba vivos ciertos tesoros del pasado abiertos al porvenir y permitía a un ser humano, por intermediación de medios de los que formaba parte, recibir casi la totalidad de su vida alimentaria, moral, intelectual y espiritual.

Por el contrario, nuestros monumentos, nuestras viviendas, nuestros sistemas carreteros, nuestras fábricas, nuestros tractores y fertilizantes, nuestros aparatos, nuestras producciones y nuestro dinero, no dicen ni preservan nada.

“Son –dice Paz– funciones, no significaciones”; son centros de transformación de todo que al generar valores de producción y de consumo nos desarraigan y nos vuelven seres marchitos que tratan de buscar su sustento en cualquier sitio y a costa de lo que sea-

Extraviados en un universo no de significados, sino de funciones para el consumo, los hombres nos explotamos, nos traicionamos, nos destruimos y perdemos cualquier sentido del suelo, es decir, de la ética, de la preservación, de la solidaridad y de la vida buena.

El desarraigo – eso que el dinero hace en nombre del desarrollo al ir ocupando territorios y alejando a la gente de lo que constituye su alma: los tesoros de su pasado que se preservan en la memoria de su hacer y de sus relaciones– es el signo del mundo moderno.

Al destruir, como lo señalaba Simone Weil, las raíces, reemplazando todos los ámbitos de la vida humana por el deseo de poseer, sólo queda lo que somos: ese ser atroz que nos representa, al que el sueño de la burguesía y la izquierda quiere reducir el mundo rural, indígena y cualquier otro mundo que no se le parezca; esa mentalidad que hace de la mentira, de lo inmoral, del abuso, el signo de nuestro racismo y, cuando logra legitimarse, el signo del prestigio y de la grandeza.

¿Cómo, sin volver al pasado, pero mirándonos en él, rehacer un suelo que nos permita de nuevo enraizarnos?

Me parece que responder a esta pregunta es la tarea más urgente que tenemos los hombres en medio de un mundo que, poblado de valores, nos ha llevado a la peor de las sequías.” (Texto de Javier Sicilia)

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Foto: «Tlacolulokos» Autora: Sara Vargas (cc).

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ArKeopatías opera bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento – NoComercial – Compartir Igual 4.0 Internacional License, por lo que agradecemos citar la fuente de este artículo como: Proyecto ArKeopatías./ “Textos de la casa #75″. México 2015. https://arkeopatias.wordpress.com/ en línea (fecha de consulta).

#LasPrestadas: La etnografía y el futuro de la antropología en México.

antropologia

Por Claudio Lomnitz

De los años ochenta para estas fechas ha caído paulatina pero aparentemente inexorablemente el prestigio de la antropología social en México. De ser un poco la reina de nuestras ciencias sociales —coronada justamente con la construcción de este gran museo— ha pasado a ser una cenicienta.

Varias instituciones superiores en ciencias sociales de alto prestigio parecen poder prescindir de la antropología, sin despeinarse demasiado. No tienen centros de antropología ni El Colegio de México ni el CIDE, por ejemplo, ni tampoco han desarrollado este campo instituciones privadas influyentes, como el ITAM o el Tec de Monterrey. La Universidad Iberoamericana, con una tradición de gran prestigio en esta área, quitó hace algunos años a su departamento de antropología para fusionarlo mejor en uno general abocado a las ciencias sociales…

La caída en el prestigio de la antropología se extiende también al debate público, donde los antropólogos tenemos mucho menos representación que, por ejemplo, los politólogos, los historiadores, o los economistas. A veces no se echa mano de los antropólogos ni siquiera cuando se trata de discutir conceptos que son centrales de la antropología, como el concepto de la cultura, por ejemplo. Así, por ejemplo, en semanas pasadas hubo una viva discusión en torno de una declaración del presidente Enrique Peña Nieto en el sentido de que la corrupción en México es también un problema cultural. La antropología brilló por su ausencia en ese debate y, de hecho, la discusión se desarrolló sin elementos analíticos básicos, como, por ejemplo, sin idea de lo que pueda significar que un conjunto heterogéneo de prácticas como aquellas que se reúnen bajo el concepto de “corrupción” sean o no parte del repertorio de la representación simbólica de nuestra sociedad.

La caída de la situación de la antropología se ha filtrado incluso a espacios del imaginario colectivo y del estereotipo: el “antropólogo huarachudo”, por ejemplo, ha pasado de ser imaginado como una figura de la contracultura a una figura proletarizada. Y si en los años setenta los antropólogos latinoamericanos se esforzaban melosamente por “darle la mano al indio”, hoy, para muchos economistas o politólogos resulta más o menos igual de osado darle su mano al antropólogo.

¿Como volver a ganar un lugar en la mesa de la discusión pública?

La etnografía es, me parece, la clave para eso. En mis comentarios de hoy explicaré el cómo y el por qué de eso, pero antes, importa pensar un poco acerca del prestigio anterior de la antropología mexicana, no porque estemos celebrando los cincuenta años de este gran museo, sino porque no podremos contribuir a construir una nueva visión de futuro de la antropología sino a partir de una comprensión aunque sea general de algunos de los elementos clave de los éxitos pretéritos. Seré breve en el rodeo.

Indigenismo y modernismo. Me parece que se puede resumir el por qué del éxito de la antropología como ciencia social en el periodo revolucionario —digamos entre 1910 y 1982— haciendo referencia breve a dos de sus monumentos: el proyecto de Teotihuacán de Manuel Gamio, publicado en 1924 y que fue parte de sus inicios, y la construcción e inauguración del Museo Nacional de Antropología en 1964, ya como expresión material y emblema de su apogeo.

El proyecto de Gamio en Teotihuacán reunía varios aspectos distintos que, todos juntos, formaban una propuesta original para la antropología, quizá incluso a nivel mundial: se trataba, por una parte, un proyecto de realizar una reforma social profunda, fincado en la repartición agraria en el poblado de San Juan Teotihuacán, en un programa de empleo para la población en las obras arqueológicas de Teotihuacán, y en la elaboración de instituciones educativas para la población; por otra parte, era también un proyecto de investigación de arqueología y de antropología social; y era también, finalmente, parte de un proyecto de reconstrucción de las ruinas que abriría la zona al desarrollo turístico y a su uso simbólico para la construcción de una imagen de México. Quizá visto esto, se entienda máfácilmentete el por qué la antropología en México llegó a ser reina de las ciencias sociales —ninguna otra disciplina tenía un rango de acción que se moviese de la implementación práctica de la reforma agraria y educativa a la figuración simbólica del país, pasando de manera orgánica por la construcción científica de la disciplina misma.

Por otra parte, en cuanto a la figuración simbólica de país, el proyecto de Gamio tuvo como eje la construcción práctica de una fórmula creíble para conseguir que el pasado y el futuro de México convergieran en el proyecto de reforma revolucionaria: así, las pirámides de Teotihuacán representarían la grandeza pretérita de mexicano, mientras la miseria del poblado de San Juan Teotihuacán representaba la degradación del pueblo que había construido las pirámides a manos del sometimiento colonial español, y luego del neo-colonialismo porfirista. Y la acción social revolucionaria, guiada por la ciencia antropológica, sería el factor decisivo para elevar a ese pueblo degradado al lugar que le correspondía según su potencial demostrado, es decir que lo llevaría a volver a ser aquel pueblo que fuera en tiempos pretéritos capaz de construir la grandeza de Teotihuacán. El México moderno ya volvería a construir nuevos teotihuacanes.

Esta manera de juntar el pasado y el futuro del indigenismo mexicano tenía, además, inmensas posibilidades de desarrollo en el campo estético, porque si la grandeza futura de México estaba cifrada en la grandeza de su pasado, la estética precolombina podía fácil y creíblemente servir para figurar ese futuro. Por eso, la escultura y la arquitectura precolombina pasarían de ser apreciadas como como reliquias de una barbarie noble y misteriosa que habían sido tragadas por la selva, y permanecido así, dispuestas para ser descubiertas por los nuevos conquistadores de los trópicos (ya fueran ingleses, franceses, alemanes o norteamericanos) —a ser vistas como objetos de un arte clásico, que prefiguraba el arte moderno, y que encerraban en sus formas y volúmenes la fórmula secreta indispensable para desarrollar un modernismo propiamente mexicano.

Por eso, sin duda, en los mismos años en que Manuel Gamio echó a andar su gran proyecto de Teotihuacán, José Clemente Orozco escribiría en su memoria como él y el pintor francés Jean Charlot visitaban frecuentemente el salón de monolitos del viejo Museo de Antropología y como “hablábamos durante horas de ese arte hermosísimo.”

El propio Gamio entendía perfectamente la importancia de lo precolombino como estética para chapar la nueva imagen de México, y la utilizó no sólo para decorar, de forma muy hermosa, muchas de sus publicaciones, sino también para ir elaborando nuevas formas de ritual público, propuestas para el cine mexicano, e incluso un grano de arena para desarrollar aquello que se daría a conocer como la “fiesta mexicana.” Así, por ejemplo, el casamiento del propio Manuel Gamio, que se realizó en las pirámides, incluyó menú impreso que traía platillos con nombres como “arroz a la tolteca” (poco importaba que los toltecas no hayan conocido el arroz): “mole de guajolote teotihuacano,” “liebres de las pirámides,” y “frijoles a la indiana.” Vale la pena notar que en décadas anteriores, lo indio en general era símbolo de lo contrario de lo civilizado. Incluso el término “guajolote” mismo era usado más bien para indicar bajeza por ser de raíz india. Así, en 1871 un crítico de la poesía de Guillermo Prieto aludía irónicamente a ella como una composición de “versos chulísimos oliendo a guajolote.”

La antropología de tiempos de Gamio, en cambio, había conseguido sublimar la cultura popular y ver en ella a la vez la grandeza del pasado remoto, la degradación del pasado inmediato, y el potencial presente para el futuro de México. Por eso lo indio sería también la base estética de la modernidad mexicana, y poco importaba que los toltecas no conocieran el arroz, ni que no tuviésemos ni zorra idea de si los antiguos teotihuacanos, que habían desaparecido en el siglo noveno, comían o no mole.

En muchos sentidos, nuestro tan amado Museo Nacional de Antropología es la culminación de ese proyecto estético, aunque también representa, a su manera, el crepúsculo del proyecto político de la antropología revolucionaria. El Museo Nacional es el momento culminante de la antropología revolucionaria porque se presenta una arquitectura y una ingeniería mexicana moderna ya completamente desarrollada, que ha conseguido incorporar y fusionar plenamente la estética precolombina con los materiales, las técnicas de construcción, e la idea de elegancia y funcionalidad del modernismo. Además, el museo es una culminación porque fue un proyecto financiado por el estado mexicano, con base en planos de un arquitecto mexicano, y construido por ingenieros y trabajadores mexicanos presentes, para cobijar y exhibir de la mejor forma al gran pasado mexicano. Así, el espacio del Museo Nacional de Antropología es, en sí mismo y por fin, un ejemplo innegable de la realización del potencial México como nación moderna. No es por nada que el Museo Nacional de Antropología fuese aclamado como la joya de la corona del México revolucionario, y se convirtió, también y de inmediato, en la carta de presentación de la antropología mexicana como reina de sus ciencias sociales. Por eso la Escuela Nacional de Antropología se albergó en el museo mismo.

3. Grietas en el edificio de la antropología nacional. Sin embargo, como sucede tantas veces, el apogeo de una fórmula, su momento de mayor plenitud, marca también el inicio de su decadencia. La consolidación del estado mexicano, y los casi veinte años de “milagro mexicano” que culminaron en la construcción del Museo Nacional de Antropología, llevó también a la conclusión de aspectos importantes del proyecto de reforma social que había sido tan importante en la fórmula de Gamio. Para los años sesenta, la reforma agraria estaba ya entre estancada y concluida, y el campesinado mexicano comenzaba un proceso de decadencia que terminaría en una forma de pobreza urbana que no se prestaba para la figuración del futuro de México. Así, en el mismo año que se estrenaba el Museo Nacional de Antropología, el Fondo de Cultura Económica publicaba la versión castellana de Los hijos de Sánchez, del antropólogo Oscar Lewis, que era un retrato etnográfico y literario de la miseria en la ciudad de México. La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística presentaría casi de inmediato una demanda judicial contra tanto Lewis como el Fondo de Cultura Económica, acusando al libro de ser anti-revolucionario, y de difamar las instituciones mexicanas y la vida social en México. El escándalo llevaría a la renuncia del editor del Fondo de Cultura Económica, Orlando Orfila. O sea que la presentación moderna de la grandeza pretérita de México no necesariamente se mostraba capaz de erigirse en una alternativa para la nueva pobreza urbana, que se entreveía como el lado feo de la modernidad.

Por otra parte, el programa redentor del estado mexicano, que buscaba, usando la fórmula cardenista, “convertir a los indios en mexicanos,” comenzó a ser vista por las nuevas generaciones de antropólogos como un proyecto de sometimiento del indio —es decir, de aquel fetiche adorado, ya, por la antropología como el talismán y objeto de su éxito. Por eso, la antropología de la generación del 68 quiso alejarse de las políticas públicas del Estado, y criticó duramente a la generación de antropólogos que había conseguido la apoteosis modernista de la antropología, buscando en vez nueva energía en el espacio de intermediación entre el campesinado —acechado por las fuerzas del mercado y del estado— y el propio Estado. Así, el título del libro de Arturo Warman, “…Y venimos a contradecir” es, quizá, lo que mejor expresa la nueva fórmula de inserción de la antropología en la sociedad mexicana.

“Y venimos a contradecir” era una fórmula legal, utilizada por escribanos o abogados coloniales en representación de comunidades indígenas que traían pleitos de tierra ante juzgado. Ahora el antropólogo se habría convertido en su abogado. Aquella fue la fórmula de la antropología con la que yo formé, en el México de los años setenta, y en su momento, parecía tener bastante energía: mucho presente, y bastante futuro.

En parte esa energía, ese futuro, manaba justamente de haber tomado el partido de las clases populares frente al estado, y en parte, las generaciones posteriores al 68 se beneficiaban todavía bastante del prestigio acumulado por la antropología anterior, y que todavía nos cobijaba, por más que la criticáramos. Cuando yo comencé a estudiar antropología, en 1973 y 74, la Escuela Nacional de Antropología todavía estaba físicamente en este edificio, en el Museo Nacional de Antropología, y aunque la Escuela fuese un espacio muy contrastante con el resto del museo —en ese año, por ejemplo, la escuela no tenía director, y estaba regida en supuesto autogobierno por los estudiantes— al menos el mismo espacio que el museo, y, como hemos visto ya, eso no significaba poco.

La separación de la ENAH del Museo Nacional de Antropología, su divorcio del emblema máximo del modernismo mexicano, y su exilio a un edificio moderno pero sin chiste arquitectónico, carente de cualquier alusión a la estética modernista propiamente mexicana, y trazado, en vez, con un funcionalismo desnudo y barato, puso el potencial de la antropología nacional a prueba. ¿Podría la antropología mexicana mantener su lugar privilegiado entre las ciencias sociales sin una inserción clara en el diseño de las políticas del estado? ¿Podría hacerlo si estaba perdiendo, además, la capacidad de influir en las fórmulas estéticas imperantes? Y, quizá todavía más difícil, ¿podría hacerlo si, al final, seguía enamorada de su éxito anterior? ¿De su romance con el potencial de lo indio para figurar el futuro?

Ya para los años ochenta, la respuesta a estas preguntas parecía ser un “No” bastante rotundo. Nombro dos pequeños episodios de época que me parecen significativos. El primero, sobre el que escribí alguna vez en un libro de ensayos titulado Modernidad indiana, fue la ceremonia de exorcismo a la ENAH que encargó Alejandro Figueroa, quien fuera brevemente director de la Escuela Nacional de Antropología antes de su muerte prematura y muy lamentada. Alejandro, que era de Sonora, le encargó la limpia a un maracame yaqui, como preludio a un concierto de rock y la ceremonia de su toma de posesión.

El maracame invitado se paseó por el predio de la nueva escuela de antropología que, como muchos de ustedes saben, está pegada al Periférico, junto a la zona arqueológica de Cuicuilco, y casi enfrente del entonces todavía flamante Centro Comercial Perisur. Tras de algunos pases y cavilaciones, el maracame yaqui dio su diagnóstico, que no podía ser más certero: la nueva escuela estaba mal ubicada. El estado mexicano la había construido al costado negativo de la pirámide de Cuicuilco.  Por eso, las malas vibras de la pirámide le llegaban de lleno a la Escuela de Antropología, mientras la energía buena de la pirámide iba en la otra dirección, derechito a Perisur.

De esa manera, el maracame hizo público algo que los antropólogos de ese entonces quizá intuíamos, pero que todavía no alcanzábamos a entender, que era que la antropología de de esos años no era ya capaz de mediar entre el pasado y el mercado —entre la pirámide y Perisur— como lo había sido anteriormente. Finalmente, la fórmula de Manuel Gamio en Teotihuacán había sido una piedra de toque de la industria del turismo mexicano, que por varias décadas fue la industria más importante de México, y esa misma fórmula fue también el principio estético de la nueva arquitectura, los nuevos movimientos artísticos, etc. O sea que además de construir patria, la antropología había contribuido a diseñar un nicho de mercado importante para México, que influía desde el turismo hasta la industria de la construcción, etc. Para los años ochenta, todo aquello estaba ya decrépito. Quedaban, apenas, algunas rentas, cada vez más magras, de aquellas glorias pasadas.

El segundo episodio sintomático de la decadencia de la antropología en aquellos años, fue un pequeño artículo publicado por Octavio Paz en Vuelta a mediados de la década de los ochenta, lamentando el estado de la Escuela Nacional de Antropología, a raíz de una reseña de un libro de la historiadora de arte Linda Schiele. Linda Schiele y sus colaboradores había conseguido, por fin, leer la escritura de los antiguos mayas. Se trataba de una verdadera revolución, que había tardado más de cien años de esfuerzos en suceder, y Paz se preguntaba por qué aquello había sucedido en universidades norteamericanas. ¿Por qué no ha habido una contribución de la ENAH a este descubrimiento? Su respuesta era que la escuela se había sumido en un proceso de politización que la había alejado irremediablemente de su vocación y de su justificación profunda.

No hubo, en su momento, una respuesta clara a la crítica de Paz, más allá de los lamentos (el mío incluido) de que la ENAH no tenía presupuesto para hacer gran cosa a nivel de investigación, o de las protestas de quienes consideraban que la labor de la ENAH era la revolución, y que la epigrafía maya tendría que venir después de ese alumbramiento. Pero si analizamos la cuestión de manera más amplia, nos percatamos de que Octavio Paz estaba, finalmente, poniendo el dedo en la llaga: la antropología no tenía ya aquella relación con el pasado que le había permitido un protagonismo en la figuración de un futuro colectivo, y, en vez, se había situado en un espacio contestatario difuso, donde no tendría una voz ni una función propia, que la distinguiera de la de una dirigencia sindical, por ejemplo.

Los lodos de la antropología de hoy, vienen, en buena parte, de esos polvos. El prestigio de la antropología todavía no se ha terminado de recuperar de la encrucijada de los años setenta y ochenta.

4. Y sin embargo, se mueve. Y sin embargo, la situación de la antropología, hoy, es, bastante diferente de ese momento de crisis de los años sesenta y setenta, y decadencia de los años ochenta. Hay, hoy día, una potencialidad inmanente bastante clara de la antropología, que se presente o se intuye en los muchos estudiantes de ciencias sociales que están comenzando a orientarse hacia la antropología. Sin embargo, para poder pensar la potencialidad de la antropología hoy, es necesario decir dos o tres palabras acerca de las ciencias sociales que sí consiguieron prestigiarse en el tránsito del régimen revolucionario decadente al neoliberalismo: la economía, la ciencia política, y la sociométrica.

El prestigio de la economía surgió justo cuando caía el de la antropología, con la crisis de 1982. En ese momento, los economistas, que habían hasta entonces ocupado ramas especializadas del gobierno, comenzaron a tener aspiraciones presidenciales, y el lenguaje de la economía saturó el lenguaje público.

Sin restarle méritos a la economía como ciencia, ello se debió en buena medida a dos hechos: primero, que el estado mexicano necesitaba tener una comunicación perfecta con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para poder reestructurar la deuda pública, y para poder instaurar las políticas que esas instituciones recetaban a cambio de la reestructuración de la deuda; y segundo que la vieja economía aparecía ahora como fundada en una ficción —la ficción de lo nacional como principio y fin, como soberanía absoluta, como mercado nacional— esta ficción contrastaba con “la realidad”, que era una manera de decir que el proyecto de la economía nacional había fracasado, y que su discurso había pasado de ser una receta para el futuro a ser falsa propaganda. La economía, como disciplina, ofrecía no sólo una mediación necesaria y eficaz con los organismos internacionales que le prestaban a México, sino que ofrecía otra visión de lo real, que manaba de otros principios, y que se erigía como una alternativa a los dogmas del régimen quebrado. Y como había en verdad una quiebra del viejo régimen, la economía estaba en situación de ofrecer imágenes creíbles del futuro que eran indispensables tanto para reformar al Estado y al mercado, como para los mismos actores que tenían que operar bajo nuevas reglas. En un contexto así, la economía se coronaba como la nueva reina de las ciencias sociales.

Algo análogo sucedió en esos años con la ciencia política, que también consiguió un buen lugar en la corte. La transición económica que se desencadenó a partir de la crisis económica de 1982 fue de la mano de una transformación política. Esa transformación, que se enmarcó en un discurso acerca de la “transición democrática”, le dio bastante trabajo a la ciencia política, tanto como intérprete privilegiada del régimen de transición, como de diseñadora de la transición misma.

O sea que mientras la antropología perdía capacidad de figurar el futuro, y de juntar el pasado al futuro, la economía y la ciencia política conseguían justamente esa potencia y potencialidad. Ello se manifestó de inmediato en los contextos institucionales, con catedrales para estas ciencias construidas en instituciones como el ITAM, el CIDE, el IFE, etc.

Por otra parte, como el nuevo régimen se iba construyendo a partir de un sentimiento claro de necesidad de mapeo de la nueva realidad —una realidad ignota, que contrastaba con el discurso oficial y de las corrientes científicas afiliadas al viejo sistema. En ese contexto, surgió también el prestigio de la sociometría— de la encuesta y medición estadística, que serviría, en primer lugar, para derrumbar las supuestas certezas del viejo régimen, incluidas, desde luego, las verdades construidas desde el ensayismo mexicano, desde el cine, la literatura, etc. Así, desde revistas como Este País y desde una serie de nuevas agencias dedicadas a sondeos de opinión, se comenzó a cuestionar la caracterización de “el mexicano” que había ido de la mano del desarrollo anterior: si se decía que “el mexicano” era religioso, la nueva sociometría preguntaba por religiosidad, y ofrecía cifras que demostraban que quizá el pueblo no lo era tanto. Si la literatura de lo mexicano hablaba de que el pueblo era fatalista, se preguntaba, se encuestaba, y se contaba. Si se decía que los mexicanos odiaban a los gringos, se preguntaba y se contaba.

Por problemático que fuese el ejercicio desde un punto de vista metodológico —a veces lo ha sido, y otras veces no tanto— la sociometría se estableció rápidamente como una forma de conocimiento indispensable, porque ofrecía una estrategia para documentar la ruina del sistema ideológico anterior, porque ubicaba realidades que debían ser reconocidas, y porque de esa manera apuntaba a zonas de acción indispensables para las políticas presentes y del futuro.

Aún en la antropología, la porción de la disciplina que demostró mayor vitalidad y capacidad de figurar futuro en esos años —desde fines de los años ochenta hasta iniciados los 2000— era aquella abocada a la descripción de fenómenos culturales emergentes, representada en primer lugar por la obra y escuela de Néstor García Canclini. Y, contrario al esquema clásico de la antropología, ligada siempre a la etnografía de comunidades imaginadas como un todo social, García Canclini no fue enemigo de levantar encuestas, ni de justificar la importancia de los fenómenos que documentaba usando instrumentos de la estadística social.

La otra gran corriente de vitalidad antropológica posterior a la crisis del 82, figurada quizá de manera más clara en el México profundo, de Guillermo Bonfil, se dedicaba a imaginar una posible nación alternativa, de nuevo con los instrumentos antiguos de la antropología, pero ahora con implicaciones contestatarias frente al nuevo Estado, surgía como una alternativa que era a la vez radical y conservadora. Era radical porque implicaba refundar el estado; y era conservadora porque imaginaba la posibilidad de extraer a México del proceso de globalización en que estaba inserto ya de manera irrevocable.

Los reacomodos de la antropología en esa década ayudaron a garantizar su sobrevivencia en el periodo de vagar en el desierto, posterior al éxodo de la tierra de las pirámides, pero no fueron en sí mismos suficientes para sacar a la disciplina del desprestigio relativo—pese a un buen número de excelentes trabajos que se realizaron en esos años. Ese último jalón, la salida del desprestigio y el regreso al debate público sobre el futuro de México es, me parece, el que toca dar ahora, y creo que se podrá hacer con buenas probabilidades de éxito, debido al agotamiento relativo de la economía, la ciencia política y la sociometría ante las nuevas realidades que arrojó la transformación social iniciada en los años ochenta.

El cansancio de las nuevas reinas —la economía, la ciencia política, y la sociometría— se manifiesta de una manera análoga a lo que había acontecido anteriormente con los saberes heredados frente a la crisis del 82, es decir, que se manifiesta en una sensación difusa de irrealidad o insuficiencia explicativa de las categorías y conclusiones cotidianas emitidas por sus especialistas. Esa sensación de irrealidad, o “falta de piso”, viene, me parece, porque las categorías de análisis y los conceptos cotidianos de los especialistas luego tienen referentes que o bien exceden o bien se quedan cortísimos frente a la realidad. Esa es, en todo caso, una parte del problema. La otra, es, sencillamente, que las estrategias de esas ciencias no están hechas para describir los fenómenos que se agregan en datos de grandes números. Es decir, hay un problema de no entender la fenomenología contemporánea, entender las formas de vida social en la nueva sociedad, y los métodos de la economía y la ciencia política, y aún los métodos más pedestres de la sociometría, no sirven demasiado para salvar la brecha.

Pongo un ejemplo. En los debates recientes sobre educación en México, hay un contraste enorme entre las cifras de rendimiento y calidad educativa que arrojan las organizaciones como la OCDE, o las pruebas de PISA o ENLACE, y las actitudes de los padres de familia frente a la educación de sus hijos e hijas. La OCDE muestra que la educación en México es mala o incluso pésima, y los padres de familia piensan que sus hijos están bien educados. ¿Como se puede explicar esto sin hacer un trabajo de campo antropológico? Básicamente, de ninguna manera. Y hoy, en efecto, debido precisamente a la falta de prominencia de la antropología, básicamente no tenemos todavía una explicación del fenómeno.

En una conversación reciente con la Dra. Blanca Heredia, politóloga dedicada al estudio de la educación, Blanca me comentó que en algún momento un estudiante de antropología se dedicó a hacer un estudio local de educación, y descubrió que en la comunidad en que trabajó, “buena educación” se entendía como buenos modales. Los padres consideraban que sus hijos estaban recibiendo una buena educación en la escuela, y sin duda la estaban recibiendo, sólo que los modales tienen sin cuidado a la OCDE, mientras que en México son bastante importantes. Las diferencias en el concepto mismo de “educación” pueden ser parte de la explicación de la distancia entre las evaluaciones de los padres de familia y la OCDE, por ejemplo.

Demasiado frecuentemente, hoy, nos encontramos con la sensación de que las categorías de análisis no alcanzan siquiera a describir la realidad —ni hablar de explicarla. De hecho, no se puede explicar bien lo que no se sabe describir primero. Es decir, que la crisis de la economía y de la ciencia política, e incluso de la afición actual por la encuesta y de la agregación de opiniones como si ellas describiesen de manera transparente las prácticas y creencias de los encuestados, está dejando un espacio enorme para la etnografía y, por lo tanto, para un renacimiento del papel de la antropología en el debate público y la construcción de futuro.

5. Momentos clave de transformación de la etnografía. Estamos, entonces, en un momento en México en que la antropología es requerida en el debate público, debido ya no tanto a su visión de la relación entre el pasado y el futuro, como en tiempos de Manuel Gamio, sino al simple hecho de que es la disciplina que tiene la más larga y profunda relación con el quehacer etnográfico. Para pensar un poco esto, tomo unos minutos de disgresión respecto de la antropología mexicana, para considerar la historia de la transformación de la etnografía más en general. Pasaré de ahí ya a mis conclusiones.

Muy brevemente, vale la pena recordar que la historia del pensamiento antropológico ha impactado a la historia de la etnografía desde siempre. Así, hacia fines del siglo XIX, cuando se institucionalizaba la antropología en algunas universidades y museos de Europa y de los Estados Unidos, la etnografía todavía no formaba parte obligada de la idea de ser antropólogo. Es verdad que antropólogos de aquella época como E.B.Tylor tenían amplia experiencia de viajeros, pero al establecerse ya como catedráticos preferían usualmente recurrir a informes etnográficos, que les eran enviados usualmente por misioneros, oficiales coloniales, viajeros científicos, y otros corresponsales del estilo. El trabajo de entrevista sostenido y directo, como lo hecho por Henry Lewis Morgan, por ejemplo, era más bien excepcional. En vez, buena parte de los primeros antropólogos dependían de documentos que no eran generados por ellos mismos —de forma análoga al modo en que operan los historiadores.

La etnografía se convirtió en parte obligada del canon de la antropología con la revolución funcionalista o estructural-funcionalista de inicios del siglo XX. Hablando mal y pronto, esto se debió a que el funcionalismo explicaba las instituciones sociales a partir de sus efectos, y por eso se interesa en la forma en que están interrelacionadas las prácticas sociales. Esta manera de pensar la sociedad como un todo interrelacionado pide descripciones detalladas que muy difícilmente podrían ofrecer los misioneros y viajeros, que hacían sus reportes en observaciones hechas fuera de contexto (por ejemplo, en las misiones, en las estaciones de gobierno), y que frecuentemente no se preocupaban siquiera por estudiar los idiomas de los “nativos.”

De manera paralela, la escuela antropológica fundada por Franz Boas en los Estados Unidos, que no era funcionalista sino más bien historicista, también insistió en la importancia de la etnografía directa, no sólo por su interés por la cultura —cosa que implicaba un conocimiento e interés por aprender idiomas— sino también porque Boas insistía mucho en que un mismo síntoma podía provenir de dos causas diferentes, por lo cual resultaba indispensable tener un conocimiento detallado de los casos particulares, y esa clase de conocimiento detallado se conseguía haciendo etnografía.

Lo importante, en ambos casos, es que a partir de inicios del siglo XX la antropología se desarrolló como un campo que requería que el antropólogo pusiera su cuerpo de por medio en la generación del dato social. La etnografía es, finalmente, una práctica incorporada —se hace estando el investigador de cuerpo presente. Este hecho tan sencillo le ha dado a la antropología una situación especial entre las ciencias sociales, que demasiadas veces tratan a los “datos” como si existiesen de manera independiente del investigador. Con demasiada frecuencia se habla de la recolección de datos como si la investigadora fuese una especie de caperucita roja, y los datos fuesen hongos, creciendo en el bosque y listos para ser cortados y puestos en la canasta.

Sin embargo, cualquier persona que haya realizado algo de etnografía sabe que “el dato” no existe solo, sino que es, siempre, el producto de una interacción. El etnógrafo está más consciente de este hecho que nadie, porque lo experimenta y lo padece a diario. Así, por ejemplo, el etnógrafo se da cuenta de que no le hablan las mujeres porque es hombre, o que no le hablan los hombres, porque es mujer; o que sospechan de él porque es rico; o que le hablan de forma engolada, porque piensan que es educado, etc.

O sea, que el etnógrafo se da cuenta rápidamente de que dos investigadores diferentes tendrán necesariamente acceso a datos distintos, simplemente por la clase de persona que son. Por otra parte, como la etnografía es un proceso largo y sostenido, el etnógrafo también se da cuenta de que hay datos que son sensibles al contexto en que se recogen, y que cambian según el momento. Sabe, por ejemplo, que la respuesta a una pregunta puede ser inestable y muy sensible al contexto en que se ha hecho la pregunta.

Todos estos conocimientos ayudaron a que se fuera desarrollando conceptualmente la antropología. Así, por poner dos ejemplos, los antropólogos de la escuela de Manchester comenzaron a estudiar procesos de conflicto justamente porque en ellos se veía cómo se separan las prácticas sociales del marco normativo de la sociedad. Describir una boda no arroja lo mismo que preguntarle a un informante por las prácticas matrimoniales de su sociedad —la práctica siempre se desvía de la norma. Y la práctica etnográfica había ido arrojando dudas acerca del significado de las respuestas normativas, que se basaban usualmente en entrevistas con figuras de autoridad, interesadas en conservar un orden tradicional. Se sabía, por ejemplo, que los jóvenes no siempre estaban de acuerdo con los viejos— y que las mujeres no siempre lo estaban con los hombres. Se sabía que había personas que emigraban podían sentir distancia frente al orden de la norma. Y por eso se fueron desarrollando estrategias etnográficas orientadas al estudio del conflicto y de los procesos sociales, justamente para entender entonces el verdadero significado de la norma.

Otro desarrollo relevante de la etnografía de mediados del siglo pasado fue la llamada etnociencia, que se preocupaba por las formas en que las categorías del lenguaje de las ciencias sociales podían en un momento dado violentar las formas culturales de la sociedad estudiada. La etnociencia, con todos sus problemas, fue también un movimiento conceptual y etnográfico orientado a generar descripciones que fuesen profundamente sensibles a los términos y categorías de la cultura. Por eso, los antropólogos de esa corriente preferían mucho las técnicas que llamaban de “elicitación” en las entrevistas, en lugar de la pregunta directa. En lugar de preguntar: ¿Cómo construyes tu casa? ¿Comenzarían, por ejemplo, preguntando “¿Qué es esto?”? (señalando la casa), para tener la precaución de no presuponer que el antropólogo y su sujeto tenían el mismo concepto de “casa”.

Son dos ejemplos relevantes del pasado que sirven para entender el potencial de la etnografía en el México de hoy: la etnografía que duda de la norma estudiando el conflicto, y la etnografía que duda de lo adecuado de la categoría del estudioso, buscando descripciones que giran en torno de las categorías locales.

No tengo tiempo para seguirme paseando por la historia de la transformación de la etnografía hasta el día de hoy—ni valdría la pena hacerlo para el propósito de esta conferencia. Con lo dicho vale ya para entender que la antropología lleva ya un siglo comprometida con la etnografía justamente debido a su preocupación, cada vez más refinada, por entender las instituciones como un sistema interrelacionado, y por ubicar y describir el sentido de las categorías de las sociedades de manera sensible a su contexto. Con eso basta, quizá, para entender lo fundamental, que es que la antropología puede incrementar su participación en el debate público debido a su largo compromiso histórico con la etnografía —un compromiso que ha sido sensible, a cada paso, a las innovaciones a nivel de pensamiento social.

6. Programa para la antropología mexicana, hoy. Concluyo, por eso, de una manera nada modesta, con algunas ideas para ayudar a reinsertar la antropología en el debate público mexicano. Las pongo a manera casi de manifiesto, para facilitar su discusión y debate.

a. El modelo de éxito de la antropología mexicana, materializada en proyectos como el de Gamio en Teotihuacán y en la construcción del Museo Nacional de Antropología, se agotó hace ya muchos años.

b. La estrategia contestataria que surgió contra ese modelo, representada, por ejemplo, en el campesinismo de “Y venimos a contradecir…” y en las posiciones tomadas en el manifiesto titulado De eso que llaman la antropología mexicana, también se agotaron.

c. El neoindigenismo del México profundo de Guillermo Bonfil, avivado en su fuerza y potencialidad por el movimiento zapatista en Chiapas, sirvió de recordatorio de que la realidad no era necesariamente con el proyecto de futuro chapado por los ideólogos del orden económico y político, pero tampoco no fue suficientemente innovador para ganarle a la antropología un lugar sólido en el debate público, porque se trataba, a fin de cuentas, de una posición esencialista respecto de lo nacional, poco abierta a la discusión con las nuevas disciplinas, y poco dispuesta a bregar con las nuevas realidades tecnológicas y de integración económica y de comunicación que son el dato más duro de la historia contemporánea.

d. La estrategia de los estudios culturales, representada quizá de la forma más cabal por la escuela de Néstor García Canclini, fue otra fuente de fortaleza de la antropología durante las décadas de caída de prestigio disciplinario que siguieron de la crisis del 82. Al contrario del trabajo de Bonfil, esa escuela tendía a enfocarse en fenómenos sociales emergentes, y por lo tanto a demostrar la importancia de la antropología para darle contenido social y cultural a la globalidad. Por otra parte, la obsesión de los estudios culturales con los fenómenos emergentes resulta más interesante en los momentos de cambio más acelerado, como los de los años ochenta y noventa, y resulta insuficiente —insuficientemente histórico, quizá— una vez que entra ya la rutina de un sistema dominante implementado. Por otra parte, se trata de una corriente que se basa de manera importante, cuestionando a veces, detallando en otras, en las técnicas de la sociometría. Este hecho es a la vez ejemplar para la antropología del futuro —que necesitará obligadamente ubicar sus datos en relación con un mar de estadísticas— y quizá sintomático del hecho de que la etnografía de los años ochenta y noventa no consiguió desarrollar su potencialidad plena.

e. Todo esto suma a la situación en que estamos ahora, que es que existe una antropología mexicana robusta, pero todavía algo descolocada frente al debate público, y bastante golpeada en su prestigio y en su situación institucional. Una antropología que está bastante necesitada de poder demostrar públicamente para qué sirve, como lo demostraron, antes, los Manueles Gamio, los Alfonsos Casos, los Gonzalos Aguirres Beltranes, los Angeles Palerms, o los Arturo Warmans, por poner unos nombres.

f. La nueva antropología no podrá convencer a nadie de su importancia si quiere vender las viejas fórmulas, por las razones ya explicadas. Sin embargo, la antropología es la única disciplina social abocada al estudio de lo contemporáneo que tiene un instrumento fino, que ha mostrado ser sensible a múltiples transformaciones teóricas y conceptuales: la etnografía.

g. Será a través de la etnografía que la antropología podrá reconstruir su lugar en la sociedad mexicana, porque la sociedad mexicana actual ya no se conoce a si misma —y sabe que no se conoce. Pero para conseguir un lugar en el debate público, la antropología de hoy va a necesitar de algo que no tiene aún, y que es una estrategia de colaboración y diálogo con otras disciplinas.

h. Y en esto último, la antropología mexicana tiene bastantes problemas, porque los éxitos pretéritos de la disciplina resultaron en la construcción de claustros relativamente aislados para la antropología: la ENAH, el INAH, el CIESAS. Esos espacios son y serán fundamentales para el futuro de la antropología, pero se va a requerir un esfuerzo por crear centros de antropología con una vocación de colaboración interdisciplinaria pensados de manera verdaderamente estratégica, más allá de la demagogia o del fetiche de “la interdisciplina”. Sin estrategias reales de colaboración, será difícil comenzar a demostrar la relevancia de la antropología para la discusión contemporánea.

i. Por último, será necesaria una estrategia disciplinaria de medios y educación pública. Mostrar la vigencia de la etnografía para la interpretación de la realidad actual. Como en tiempos de Gamio, y como en tiempos de la construcción de este gran museo, que merece tanto ser celebrado, la descripción de una nueva realidad desde la antropología tiene, para tener verdadero éxito, que ir hermanada de innovaciones a nivel estético. El futuro se tiene que figurar y se tiene que habitar— para crearlo, no bastará nunca una simple descripción de las prácticas presentes. Al contrario, se deberá buscar figuras del futuro, sus formas, su estética, en elementos estéticos del presente y del pasado, como hicieron en su momento José Clemente Orozco, y también Manuel Gamio. Muchas gracias.

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Fuente: http://www.nexos.com.mx/?p=23263