#LasPrestadas: De invisibilidades y diversidades urbanas: el ‘otro’ patrimonio de las ciudades.

Las expresiones culturales alternativas, conocidas como ‘estéticas de las periferias’, son un ejemplo de cómo se construye el patrimonio urbano gracias a personas, históricamente marginalizadas, que resignifican y construyen socialmente el entorno en el que habitan.

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Vivimos un tiempo caracterizado por la existencia de una monocultura hegemónica, la modernidad occidental, que ha contribuido de manera activa a contraer la realidad y a invisibilizar otras realidades y cuerpos que las habitan. El resultado: una ceguera epistemológica, social, política y cultural que nos ha privado de descubrir la diversidad inagotable del mundo, como han contribuido a poner de manifiesto los estudios poscoloniales. Esta ceguera también se pone de manifiesto en los debates sobre patrimonio urbano, definido como la suma del patrimonio arquitectónico, del entorno de los bienes patrimoniales y de los elementos culturales (a menudo intangibles) que le confieren valor y significado. Pero ¿qué patrimonio arquitectónico resulta privilegiado? Y ¿qué tipo de elementos culturales quedan valorizados? Estas definiciones no son triviales. Existen estudios que ponen de manifiesto que la configuración y gestión del patrimonio de la ciudad es un elemento de jerarquización espacial y socio-económica que privilegia determinados territorios urbanos y determinados grupos sociales.

Del patrimonio urbano intangible al invisible

Más allá de la raíces moderno-coloniales de esta jerarquización, el origen del problema también radica en el hecho de que entender la multiplicidad de formas en que se expresa el patrimonio urbano pasa por entender la ciudad en toda su complejidad. Aparte de la forma urbana y del espacio construido (los monumentos, los edificios, el espacio público), la ciudad es un palimpsesto de itinerarios, flujos, memorias, identidades, expresiones y prácticas que se expresan de varias formas y a través de varios lenguajes (políticos, sociales, culturales, artísticos). El metabolismo propio de la ciudad vivida es, precisamente, el origen de un patrimonio urbano intangible que, cuando es fruto de la actividad creadora de comunidades marginalizadas, a menudo pasa de intangible a invisible.

El hip hop se ha convertido en una herramienta sociopolítica usada por los ‘condenados de la ciudad’

Es necesario reivindicar este otro patrimonio que emana de las invisibilidades y de las diversidades urbanas. Que florece de experiencias de vidas y de cuerpos que hallan en la poiética de lo común su vía de expresión, de autoafirmación y de articulación colectiva. El espacio urbano ha sido especialmente fértil en este sentido, tal como la geografía de la música se ha ocupado de estudiar. Poner el foco en la creatividad popular expresada a partir de su relación cotidiana con el espacio urbano nos permite reparar en expresiones emanadas de las comunidades de forma espontánea, sin grandes conocimientos en la materia y desprovistas de medios sofisticados para llevar a cabo sus prácticas artísticas. Manifestaciones que son simplemente fruto de la necesidad de construir una voz propia y de crear un sentido de comunidad.

El arte urbano subalterno y la construcción del otro patrimonio

Este conjunto de prácticas es lo que, en terminología moderno-colonial, se ha denominado cultura popular (frente a la cultura de corte erudito) y que, en el ámbito de las ciudades, se ha manifestado de manera especialmente significativa a través del arte urbano. Una de las manifestaciones más importantes de la historia del arte urbano subalterno es el hip hop, cuyo origen es fruto de constantes fusiones culturales e hibridaciones que tuvieron lugar en los Estados Unidos de la década de los 70 de la mano de la población afrodescendiente que luchaba por sus derechos.

La historia del hip hop es la historia de la lucha por la emancipación urbana que, lejos de circunscribirse al contexto norte-americano, ha navegado por todo el mundo, desde Senegal o Ghana, hasta Alemania, pasando por Brasil, por citar solo unos pocos ejemplos. En todos estos países, se ha convertido en una herramienta sociopolítica usada por los condenados de la ciudad (parafraseando a Fanon, 2002) para tener voz. Para criticar los problemas de pobreza, precariedad, discriminación racial o violencia policial que atraviesan de manera estructural a la población afrodescendiente, así como a otras poblaciones inferiorizadas (los latinos, los migrantes, las clases populares).

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Las estéticas de las periferias

El caso brasileño y, en particular, paulistano, ilustra cómo podría ampliarse la mirada dominante sobre el patrimonio urbano. Después de que el hip hop desembarcara a mediados de la década de los 80 en el país y diera lugar al surgimiento de numerosos artistas y grupos que se autoreivindicaban como «pobres, negros y periféricos», en los 90 la poiética de lo común, fuertemente influenciada por la cultura hip hop, impulsó el sugimiento de la literatura periférica de la mano de favelados y faveladas como Ferréz o Dinha. El desborde de la creatividad periférica culminó poco después con los saraus, espacios de contracultura urbana protagonizados por la poesía. A la música y la literatura se sumarían, de manera progresiva, otras disciplinas artísticas, como el teatro, la danza o el cine, proporcionando un escenario coral de diversidades urbanas subalternas.

Esta amalgama de expresiones culturales ha venido denominándose estéticas de las periferias (Leite, 2013) las cuales, gracias a apoyos institucionales (sobre todo, municipales), han conseguido preservar la rica memoria de la producción cultural periférica y seguir alimentándola. Estas expresiones, forjadas desde las comunidades en íntima conexión con el territorio de donde emanan, encuentran su lugar de expresión natural en las calles, en las plazas, en los bares y en los barrios. Es a partir de esta apropiación del espacio público como se van construyendo nuevos significados y una memoria urbana polifónica y desde abajo.

Las expresiones culturales encuentran su lugar de expresión natural en las calles, plazas y barrios

Esta apropiación del espacio público se produce tanto desde un punto de vista físico, como simbólico. Físico porque el espacio urbano se llena de nuevas expresiones, de nuevos significados y de momentos de creación cuando se organizan conciertos de rap en las plazas, saraus en los bares o bailes de break en las calles. Aquí, la apropiación es física porque la presencia corporal del sujeto creador en el espacio público influye en su configuración, en su función y en su identidad. Pero la apropiación es también simbólica porque los territorios de donde emanan las estéticas de las periféricas (sus condiciones de vida, sus sociabilidades) marcan de manera crucial el sentido de las letras de rap, de los versos de la literatura periférica o los significados de la coreografía de un baile break.

La combinación de la apropiación física y simbólica de la ciudad ha contribuido a subvertir la cartografía urbana hegemónica afirmando la centralidad de las periferias. Esta configuración contrahegemónica del espacio urbano y de la narrativa asociada a él constituye un buen ejemplo de producción social de la ciudad y del carácter performativo de las prácticas descriptivas de la ciudad. Y está íntimamente relacionado con la construcción del patrimonio cultural urbano.

Como afirma la lingüista suiza Lorenza Mondada, lo urbano (y, por consiguiente, también su patrimonio) se configura no solo a través de la materialidad de la ciudad, sino a través de su elaboración simbólica: a través de los diferentes discursos que atraviesan la ciudad y que, diciéndola, la moldean. Es decir, las prácticas discursivas sobre la ciudad contribuyen a hacer la ciudad en una dirección u en otra: «[Existen] múltiples formas en que los diferentes actores dicen la ciudad y contribuyen así a moldearla, a hacerla cambiar, a darle un sentido y una inteligibilidad» (Mondada, 2000).

Las estéticas de las periferias son apenas un ejemplo de cómo se construye el patrimonio urbano de la otredad, de esos sujetos históricamente marginalizados, que también resignifican y construyen socialmente el entorno en el que habitan. «El arte debe encontrar en el mundo aquello que su apariencia no proporciona», afirma Kolakowski (1972 apud Faria et al., 2009). El patrimonio cultural urbano debe dar cuenta de estas invisibilidades y reflejar la riqueza que emana de la poiética de lo común.


(*) Eva García-Chueca es Doctora cum laude en Poscolonialismos y Ciudadanía Global por la Universidad de Coímbra (Portugal). Investigadora sénior y coordinadora científica del Programa Ciudades Globales de CIDOB – Barcelona Centre for International Affairs. Este artículo fue publicado en el séptimo número de la revista Crítica Urbana, que puedes leer en este enlace.

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Este artículo apareció originalmente en: ethic

El Arte como hecho sígnico

Jan Mukarovsky

Es cada vez más evidente que el entramado de la conciencia individual está determinado, hasta en sus estratos más íntimos, por contenidos pertenecientes a la conciencia colectiva. Por consiguiente, los problemas del signo y de la significación se hacen cada vez más urgentes, ya que todo contenido psíquico que rebasa los límites de la conciencia individual adquiere, por el hecho mismo de su comunicabilidad, el carácter de signo. La ciencia de los signos semiología» según Saussure, ‘sematología’ según Bühler) debe ser elaborada en toda su amplitud. Así como la lingüística contemporánea (véanse las investigaciones de la Escuela de Praga, es decir, del Círculo Lingüístico de Praga» amplía el campo de la semántica tratando desde este punto de vista todos los elementos del sistema lingüístico, incluidos los elementos fónicos, así también los resultados de la semántica lingüística deben aplicarse a todos los demás sistemas de signos y diferenciarse según las características específicas de éstos. Existe incluso todo un grupo de ciencias que se interesan particularmente por los problemas del signo (como también por los problemas de la estructura y del valor, que se hallan estrechamente relacionados con los del signo; así, la obra de arte es al mismo tiempo signo, estructura y valor). Son las llamadas ciencias humanas, cuyos objetos de estudio poseen un carácter sígnico más o menos manifiesto, en virtud de su doble existencia en el mundo de los sentidos y en la conciencia colectiva.

La obra de arte no puede ser identificada, como lo pretendía la estética psicológica, con el estado psíquico de su autor, ni con los diversos estados psíquicos suscitados por ella en los sujetos receptores. Es claro que todo estado de conciencia subjetivo posee algo de individual y momentáneo que lo hace inasible e incomunicable en su conjunto, mientras que la obra de arte está destinada a mediar entre su autor y la colectividad. Queda aún la «cosa» que representa a la obra de arte en el mundo de los sentidos y que es accesible sin restricción a la percepción de todos. Pero la obra de arte tampoco puede ser reducida a esta «obra-cosa», porque ocurre que una obra-cosa, al desplazarse en el tiempo y en el espacio, cambia completamente de aspecto y de estructura interna. Tales cambios se hacen evidentes, por ejemplo, cuando comparamos varias traducciones sucesivas de una obra literaria. La obra-cosa funciona, pues únicamente como símbolo externo (como ‘significante’, en la terminología de Saussure al que corresponde en la conciencia colectiva un «significado» (denominado a veces ‘objeto estético’), dado por lo que tienen en común los estados de conciencia subjetivos provocados por la obra-cosa en los miembros de la colectividad.

Además de ese núcleo central que pertenece a la conciencia colectivaexisten naturalmente en todo acto de percepción de una obra artística elementos psíquicos subjetivos, que vienen a ser aproximadamente lo que Fechner englobaba bajo el término ‘factor asociativo’ de la percepción estética. Estos elementos subjetivos también pueden ser objetivados, pero sólo en la medida en que su calidad general o su cantidad estén determinadas por el núcleo central situado en la conciencia colectiva. Por ejemplo, el estado anímico subjetivo que acompaña en cualquier individuo la percepción de un cuadro impresionista, es de una naturaleza completamente diferente de los estados evocados por la pintura cubista. En cuanto a las diferencias cuantitativas, evidentemente la cantidad de representaciones y de emociones subjetivas es mayor para una obra poética surrealista que para una obra del clasicismo: aquélla deja al lector la tarea de imaginar casi toda la contextura del tema, mientras que ésta suprime casi completamente, por su enunciación precisa, la libertad de las asociaciones subjetivas. De esta manera, los componentes subjetivos del estado psíquico del receptor adquieren —al menos indirectamente, por medio del núcleo perteneciente a la conciencia colectiva— un carácter objetivamente sígnico. similar al de los significados «secundarios» de una palabra.

Para concluir estas pocas observaciones generales, agreguemos que, al negarnos a identificar la obra de arte con un estado psíquico subjetivo, rechazamos cualquier teoría estética hedonista. El placer producido por la obra artística puede a lo sumo alcanzar una objetivación indirecta en calidad de «significado secundario» potencial. Sería errado afirmar que el placer forma necesariamente parte de la percepción de toda obra artística; si bien existen en la historia del arte períodos que tienden a provocarlo, hay también otros que se muestran indiferentes a este respecto o que incluso buscan

el efecto contrario.

Según la definición corriente, el signo es una realidad sensible que remite a otra realidad, la cual debe evocar. Cabe preguntar, entonces, cuál es esa otra realidad representada por la obra artística. Ciertamente podríamos contentarnos con afirmar que la obra de arte es un signo autónomo, caracterizado sólo por el hecho de servir de intermediario entre los miembros de una colectividad. Pero con ello el problema de la relación de la obra-cosa con la realidad a la que apunta sólo sería soslayado, sin resolverse. Aunque existen signos que no remiten a ninguna realidad determinada, el signo siempre apunta a algo, como se desprende naturalmente del hecho de que debe ser comprendido de la misma manera por el emisor que por el receptor. Sólo que. en el caso de los signos autónomos, ese «algo» no está claramente determinado.

¿Cuál es pues, esa realidad indeterminada a la que apunta la obra de arte? Es el contexto total de los fenómenos llamados sociales, como la filosofía, la política, la religión, la economía, etc. Gracias a ello el arte es capaz, más que cualquier otro fenómeno social, de caracterizar y representar «‘la época». Por esta misma razón la historia del arte se ha confundido durante mucho tiempo con la historia de la cultura en el sentido más amplio de la palabra; y, viceversa, la historia universal tiende a tomar en préstamo, para la delimitación de sus períodos, los momentos que marcan época en la historia del arte. Es cierto que el vínculo de algunas obras de arte con el contexto general de los fenómenos sociales parece ser laxo, como en el caso de los poetas «malditos», cuyas obras son ajenas a la escala de valores de su época: pero justamente por este motivo quedan excluidas de la literatura y sólo son aceptadas por la comunidad cuando, como consecuencia de la evolución del contexto social, se vuelven capaces de expresarlo.

Una observación más, para evitar cualquier malentendido posible. Al decir que la obra artística apunta al contexto de los fenómenos sociales, no afirmamos en absoluto que coincida necesariamente con dicho contexto en forma tal que pueda considerarse, sin más, como testimonio directo o como reflejo pasivo. Como todo signo, la obra artística puede tener una relación indirecta con la cosa designada, por ejemplo, metafórica o de algún otro modo oblicua, sin dejar de apuntar a esa cosa. De la naturaleza sígnica del arte se desprende que la obra artística jamás debe ser utilizada como documento histórico o sociológico sin interpretación previa de su valor documental, es decir, de la calidad de su relación con el contexto dado de los fenómenos sociales.

Para resumir los puntos básicos de lo expuesto hasta aquí, podemos decir que el estudio objetivo del fenómeno «arte» debe contemplar la obra artística como un signo compuesto por 1. un símbolo sensible creado por el artista, 2. un «significado» (objeto estético) depositado en la conciencia colectiva, y 3. una relación con la cosa designada, relación que apunta al contexto total de los fenómenos sociales. El segundo de estos componentes contiene la estructura propiamente dicha de la obra.

Pero aún no hemos agotado los problemas de la semiología del arte. Además de su función de signo autónomo, la obra de arte posee otra función, la de signo comunicativo. Por ejemplo, una obra literaria funciona no sólo como una obra de arte, sino también, y al mismo tiempo, como “habla» («parole»), que expresa un estado psíquico, un pensamiento, ana emoción. etc. En algunas artes esta función comunicativa es muy evidente (la literatura, la pintura, la escultura), en otras es velada (la danza) o incluso indistinguible (música, arquitectura).

Dejando de lado el difícil problema de la presencia latente o de la ausencia total del elemento comunicativo en la música o en la arquitectura ( aunque incluso aquí nos inclinamos a reconocer un elemento comunicativo difuso —véase el parentesco entre la melodía musical y la entonación lingüística, cuyo poder comunicativo es evidente), nos ocuparemos únicamente de aquellas artes en las que el funcionamiento de la obra como signo comunicativo es indudable. Estas son las artes que tienen asunto» (tema, contenido), en las que el tema parece a primera vista funcionar como el significado comunicativo de la obra. En realidad, todos los componentes de la obra de arte, hasta los más «formales», poseen un valor comunicativo propio, independiente del «tema». Por ejemplo, los colores y las líneas de un cuadro significan «algo», aun en ausencia de cualquier tema (véase la pintura «absoluta» de Kandinskv o las obras de ciertos pintores surrealistas). Es en este carácter sígnico potencial de los componentes «formales» donde reside el poder comunicativo de las artes atemáticas, que hemos denominado difuso.

Para ser precisos, digamos que es. nuevamente, toda la estructura artística la que funciona como significado de la obra, e incluso como su significado comunicativo. El asunto o tema de la obra desempeña simplemente el papel de un eje de cristalización, sin el cual este significado permanecería vago.

La obra de arte desempeña entonces una doble función sígnica, la autónoma y la comunicativa, de las cuales la segunda está reservada principalmente a las artes temáticas. Por ello vemos aparecer con mayor o menor fuerza en la evolución de estas artes la antinomia dialéctica de la función de signo autónomo y la de signo comunicativo. La historia de los géneros narrativos nos ofrece a este respecto ejemplos particularmente típicos.

Al plantear desde el punto de vista comunicativo la cuestión de la relación del arte con la cosa designada, surgen complicaciones aun más sutiles. Se trata de una relación diferente de aquella que vincula cada arte en su calidad de signo autónomo con el contexto total de los fenómenos sociales, ya que. como signo comunicativo, el arte apunta a una realidad determinada, por ejemplo, a cierto suceso o a un personaje histórico. En este sentido el arte se asemeja a los signos puramente comunicativos, salvo que—y ésta es una diferencia fundamental—la relación comunicativa entre la obra de arte y la cosa designada no tiene valor existencial. ni aun cuando la obra afirme algo. Mientras valoramos la obra como un producto artístico, no podemos formular como postulado el problema de la autenticidad documental de su tema.

Esto no quiere decir que las modificaciones de la relación con la cosa designada carezcan de importancia para una obra de arte: funcionan como factores de su estructura. Es muy importante para la estructura de una obra dada saber si la obra trata su tema como «real» (incluso como documental) o como «ficticio», o si oscila entre estos dos polos. Pueden encontrarse incluso obras que juegan con el paralelismo y la compensación de una doble relación con una realidad determinada: una sin valor existencia!, otra puramente comunicativa. Éste es el caso, por ejemplo, del retrato pictórico o escultórico, que es a la vez una comunicación sobre la persona representada y una obra de arte desprovista de valor existencial. En la literatura, la novela histórica y la novela biográfica se caracterizan por la misma dualidad. Los diferentes tipos de relación con la realidad juegan así un papel importante en la estructura de las artes temáticas, pero la investigación teórica de estas artes no debe nunca perder de vista la verdadera naturaleza del tema, a saber, la de ser una unidad de sentido, y no una copia pasiva de la realidad, aun cuando se trate de una obra «realista» o «naturalista».

Para concluir, quisiéramos anotar lo siguiente: mientras el carácter sígnico del arte no esté suficientemente esclarecido, el estudio de la estructura de la obra artística permanecerá necesariamente incompleto. Sin una orientación al signo, el teórico del arte propenderá siempre a considerar la obra artística como una construcción puramente formal, o incluso como un reflejo directo ya sea de las disposiciones psíquicas o hasta fisiológicas del autor, ya sea de la realidad determinada expresada por la obra o de la situación ideológica, económica, social y cultural del medio social dado. Esto llevará al teórico a tratar la evolución del arte como una secuencia de transformaciones formales o incluso a negarla del todo (como ocurre en ciertas corrientes de la estética psicológica), o, en fin, considerarla como un comentario pasivo del proceso histórico exterior al arte. Sólo el enfoque sígnico permitirá a los teóricos reconocer la existencia autónoma y el dinamismo esencial de la estructura artística y comprender el desarrollo del arte como un movimiento inmanente, pero en relación dialéctica constante con la evolución de los demás dominios de la cultura.

Nuestro bosquejo de un estudio del arte como signo se propone: 1. ilustrar parcialmente cierto aspecto de la dicotomía ciencias naturales – ciencias humanas, a la cual está dedicada toda una sección de este Congreso; y 2. destacar la importancia de los problemas del signo para la estética y para la historia de las artes. Para terminar nuestra exposición, resumamos sus principales ideas en forma de tesis:

A)El problema del signo, junto con la problemática de la estructura y del valor, es uno de los problemas fundamentales de las ciencias humanas, cuyos objetos de estudio poseen un carácter de signo más o menos manifiesto. En consecuencia, los resultados obtenidos por la investigación en semántica lingüística deben aplicarse a los objetos de las ciencias humanas, sobre todo a aquellos cuyo carácter sígnico es más claro, para poder ser diferenciados según las características específicas de dichos objetos.

B)La obra de arte tiene un carácter de signo. No puede ser identificada ni con el estado de conciencia individual de su autor o de sus receptores, ni tampoco con la obra-cosa. La obra de arte existe como «objeto estético» situado en la conciencia de toda una colectividad. La obra-cosa sensible con relación a este objeto inmaterial, sólo un símbolo externo; los estados de conciencia individuales evocados por la obra-cosa sólo representan el objeto estético mediante aquello que les es común.

C)Toda obra de arte es un signo autónomo compuesto por: 1. una «obracosa» que funciona como símbolo sensible; 2. un ‘objeto estético depositado en la conciencia colectiva, el cual funciona como «significado»; y 3. una relación con la cosa designada, relación que apunta, no a una existencia concreta—ya que se trata de un signo autónomo—sino al contexto total de los fenómenos sociales (ciencia, filosofía, religión, política, economía, etc.) del medio dado.

D) Las artes temáticas poseen todavía una segunda función sígnica, a saber, la función comunicativa. En este caso el símbolo sensible sigue siendo naturalmente el mismo que en el caso anterior. El significado también viene dado por el objeto estético en su totalidad, pero entre los componentes de este objeto existe un portador privilegiado que funciona como un eje de cristalización del poder comunicativo difuso de los demás componentes: es el tema de la obra. Como ocurre con todo signo comunicativo, la relación con la cosa designada apunta a una existencia determinada (su ceso, persona, objeto, etc.). En este sentido la obra de arte se asemeja a los signos puramente comunicativos. Sin embargo—y he aquí una diferencia Existencial—la relación entre la obra artística y la cosa designada carece de valor existencial. Mientras valoramos una obra como producto artístico, es imposible formular como postulado la cuestión de la autenticidad documental de su tema. Esto no quiere decir que las modificaciones de la relación con 1a cosa designada (los diferentes grados de la escala «realidad-ficción») carezcan de importancia para una obra de arte: funcionan como factores de su estructura.

E) Las dos funciones sígnicas, la comunicativa y la autónoma, que coexisten en las artes temáticas, constituyen una de las antinomias dialécticas básicas de la evolución de estas artes. Su dualidad se manifiesta, en el curso de la evolución, por oscilaciones constantes de la relación con la realidad.

Fuente: Tomado de Signo, funciòn y valor. Estètica y semiòtica del Arte por Jan Mukarovsky, traducción de Jarmila Jandovà y Emil Volek. Plaza y Janes Bogotà 2000.