Protasio Tagle y Gómez Pedraza

Por Jazmina Barrera

En esta esquina de la San Miguel Chapultepec permanece, aunque no por mucho tiempo, una casa que nos recuerda el vínculo que existe entre la memoria, la narrativa y la arquitectura.

Toda mi vida he realizado el mismo trayecto camino a casa: vuelta a la derecha en Gómez Pedraza y después vuelta otra vez en Protasio Tagle. Paso, por tanto, casi a diario por la casa que está en dicha esquina. Aunque la he admirado desde siempre, fue hasta hace poco que despertó mi curiosidad.

La casa está construida con piedra volcánica y cantera. Dos mascarones observan al transeúnte desde la fachada; el superior es una especie de joven guerrero y el inferior un hombre barbudo. Ambos se mantienen casi intactos, orgullosos entre los escombros del resto de la construcción. La puerta principal está en la esquina, y a través de las rejas se alcanzan a ver dos escaleras simétricas que descienden de un segundo piso. Sobre la puerta hay una capitular rodeada de hojas talladas, lo que queda de una probable D o B. La herrería es impresionante, cubierta de flores y hojas. En la barda de Protasio Tagle hay varias ventanas y una pequeña puerta. Entre ventana y ventana quedan los restos de varios dragones desmoronados, con los ojos carcomidos. Volteando hacia arriba, en vez de techo se ve el cielo. ¿Cómo cae una casa, que alguna vez fue tan lujosa, en ruinas? ¿Por qué nadie la ha arreglado o, como sucede con tantas otras, derrumbado para construir un edificio?

En un principio pensé que estaba abandonada, pero al asomarme por la puerta vi una camioneta roja estacionada dentro. En eso vi llegar al camión del gas. Le pregunté al operador si sabía quién vivía allí. Allí vivían varias personas, me dijo, y que había que tocar en una pequeña puerta que yo ni había visto. Estuve un rato tocando el timbre, pero no tuve respuesta.

Fui entonces a una peluquería que está junto a la casa. Le pregunté a la dueña si conocía la historia del edificio, Mientras le realizaba un pedicure a una mujer de cabello empapelado me dijo que ahí vivían las Franco, unas hermanas españolas que rentaban desde 1930. Cuando murieron, la casa pasó al dueño de Pemex, José Ramón Beteta.

José Ramón Beteta probablemente existe en esta ciudad de 20 millones de habitantes, pero después de buscar en google y preguntar por ahí, me quedó claro que nadie con ese nombre fue dueño, ni jefe, ni nada de PEMEX. Mario Ramón Beteta, por otro lado, fue gobernador del Estado de México y jefe de SOMEX, lo cual podría ser una posible pista.

A continuación  me dirigí al expendio de huevos que está cruzando la calle. La señora Dominga, quien allí atiende, me informó que la herrería de esa casa es de 1890. Me contó luego cómo de niña ella vivía al lado del «señor» (así llama a la cabeza de la fachada) pero de quién vive o vivía allí, no sabía nada.

Volví entonces a pararme frente a la casa, hasta que de la pequeña puerta salió una mujer bien peinada, de traje y acompañada de un joven que parecía ser su hijo.

Emocionada, le pregunté si ella sabía algo acerca de la historia de la casa, pero tampoco supo decirme mucho. Según ella la casa era del a go gó para acá, probablemente de 1885, y era la casa de un general que tenía unas caballerizas enormes. Dijo que está catalogada como monumento del INBA pero que no la pueden restaurar porque no hay interés ni dinero. Le pregunté por la historia de las hermanas Franco que me contó la estilista, y me respondió: «No le crea nada, ¡Yo soy Beatriz Franco! Y llevo viviendo aquí 60 años. Soy la que más tiempo lleva viviendo aquí».

Me dirigí entonces a la papelería en contraesquina de la casa donde, desde que tengo memoria, atiende un hombre que mis abuelos llamaban «el Bizco». Sin querer cometí una imprudencia: le pregunté si sabía algo de la casa, considerando que «tiene una vista privilegiada». Por supuesto, no le caí en gracia. Sólo me contó que el dueño es un joven que tiene una lechería a la vuelta.

Durante varios días intenté entrar a la lechería, pero siempre la encontré cerrada. Sólo un día, justo cuando no tenía el tiempo de detenerme, la vi abierta a las seis de la tarde. Después de eso nunca más la volví a ver abierta.

Decidí entonces preguntarle a unas primas de mi abuela que vivía en la otra esquina, en una casa azul hermosa. En el timbre me presenté como la nieta de «la China». Me abrieron Lupe y Cuca, hermanas de aproximadamente 80 años de edad y un metro cuarenta de estatura y me invitaron a pasar, hablando siempre al mismo tiempo. Les pregunté por la casa y me respondieron que la verdad no sabía nada. Hacía mucho que no salían de su casa, que sería grande pero siguen siendo cuatro paredes. Me hablaron de la enorme residencia en la que viven, que es de fines del siglo XIX y fue remodelada en 1928. Se describieron como dos garbanzos en su casota. Recordaron cómo pasaban por ahí las vacas, en una época en que todo esto estaba lleno de establos. Lupe llegó de Jalostotitlán, Jalisco a los 3 años de edad, y entonces esto era mucho más tranquilo, antes del metro. Ahora son puras oficinas. Me dijo que en la casa de la esquina contraria vivía un hermano de mi bisabuela. Y en la de Alumnos núm. 36, vive Tere Meraz, aunque ambas hermanas tenían la sospecha de que murió hace poco. A continuación, me contaron la historia de Tere Meraz: se casó con un pariente de los del principado de Mónaco. Tenía muchísimo dinero y aún así nunca quiso usar estufa ni refri ni luz ni nada. Adoptaba muchos perros, eso sí.

Pero respecto a la casa de Tagle sólo pudieron decirme que ha estado siempre en ruinas y que no había a quién más preguntarle porque ellas son las más viejas de aquí.

Volví entonces a la casa de Tagle, y allí me encontré a un hombre alto, con lentes de pasta y peinado de lado, saliendo de la casa. Al instante lo intercepté, y resultó ser muy amable, dispuesto a enseñarme su casa. Me contó cómo la casa antes era un palacio, y ahora no pueden ni arreglarla ni nada porque no los dejan los de Sitios y Monumentos. El techo ya hasta se vino abajo y casi se le cae encima a su sobrino, quien por suerte se alcanzó a hacer a un lado. En el segundo piso yo alcanzaba a ver una tina de porcelana empotrada y ahora medio colgante. Lo seguí entonces por la puertita que da a Protasio Tagle. Adentro había una vecindad que parecía una construcción mucho más sólida y reciente. Hablando de los antiguos dueños, me contó que la dueña, que en paz descanse, fue construyendo cuartos y cuartos, y que los inquilinos están en juicio para adquirir la propiedad. Le pregunté entonces por las teorías que me habían contado los otros vecinos, por el general, el director de Pemex o SOMEX, y las hermanas españolas.

Me respondió que todo es mentira porque él tiene el contrato original. Dijo que esos son puros chismoleros, que cree que los antepasados de la dueña tenían algo que ver con el castillo de Chapultepec, y que las calles de la colonia se llaman así por los generales que ahí vivían. Dice que la historia del general es mentira, y que está seguro de ello porque él es el que tiene más tiempo viviendo ahí, 50 años, según dice y, a juzgar por la colección de angelitos que su esposa ha acumulado, debe ser cierto. Para probarlo, me enseñó las llaves originales de la casa, enormes y metálicas, como las puertas de un castillo.

Mi siguiente paso fue hablar con Alicia, cuya madre vendió por años tamales en la esquina de Alumnos y Protasio Tagle. Me dijo que la casa pertenecía a un piloto aviador, que seguro murió y quedó intestada. Eso es algo muy común en la colonia, donde hacía poco desalojaron al tío de Alicia que desde hacía tres generaciones vivían allí sin papeles.

Después de tantas versiones encontradas, se me ocurrió hablarle a mi tía abuela, que vivió junto con sus siete hermanos y sus padres en la calle de Alumnos durante muchos años. Su memoria es aún prodigiosa y me contó que en la casa de Tagle vivía Esther Barrón. Según Martha, ella fue compañera de mi bisabuela en el colegio de las Viscaínas y allí vivió todavía de viuda con sus hijos. Una de las hijas se fue a vivir a una casa de enfrente, a la casa de Tezontle. Martha se acordaba de haber vivido cuando la casa de Tagle estaba en todo su esplendor.

Ya con el dato de Esther Barrón, les pregunté a mi madre y a mi tía si tenían algún recuerdo de ella. Y se acordaban de que murió sola. Según ellas, se le murió la madre y el marido, y se volvió loca. Desde entonces se vestía siempre de negro y lloraba por las calles. Cuando murió tardaron días en darse cuenta.

Fui entonces a preguntar a la casa de Tezontle. Los nuevos dueños sólo recordaban de los inquilinos anteriores que uno de ellos tiene un puesto de tacos junto a la PROFECO.

Encontré el puesto de tacos, y a Alejandro, nieto de Esther Barrón. Me dijo que su padre, Alfonso, vivió un tiempo en la casa de Tagle con su madre y luego se mudó a la casa de Tezontle. La casa de Tagle la rentaba su bisabuela desde aproximadamente 1930 pero no recordaba quién vivía ahí antes.

Hoy en día, el listón amarillo de Protección Civil rodea la casa de Tagle porque se está derrumbando. Así, todas esas historias que me contaron, y todas las que me falta averiguar, desaparecen con ella. Las autoridades con las que hemos hablado los vecinos no logran hacer algo al respecto, como tampoco lo logran con decenas de casas de mi colonia y miles de casas en toda la ciudad con un valor histórico, arquitectónico y narrativo incalculable que se desvanecen de la noche a la mañana.

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Fuente: «La Semana de Frente» 15 de noviembre de 2012 [www.frente.com.mx] | Fotografía: Toumani Cámara