DE LA CASA #78: LA PARTICIPACIÓN SOCIAL EN EL INAH: DE LA CONCESIÓN AL DERECHO / JDR.

Por Jaime Delgado Rubio

Versión 2

Yo participo, el participa, nosotros participamos, ellos deciden… Anónimo

Resumen: en este ensayo discutimos el concepto de participación social en torno al patrimonio arqueológico a través de dos etapas en la historia de México; la época nacionalista, donde a la historia se le cargo de un sentido político y teleológico y la del neoliberalismo, dominado por formas de participación social valoradas con criterios de eficacia gerencial. Estudio que puede resultar útil para transitar hacia auténticas formas de participación social.

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La palabra participación alude a la acción de tomar parte, ser parte o simplemente compartir acciones y objetivos comunes (Diccionario de la Real Academia, 2012). No obstante, su significado se torna complejo cuando adquiere una connotación política, es decir, cuando se refiere a la relación entre el gobierno y la sociedad. Bajo esta perspectiva entendemos a la participación como la intervención organizada de ciudadanos individuales u organizaciones civiles en los asuntos públicos, lo cual implica una posibilidad real y/o un acto concreto de concurrir en una decisión de política pública de gestión gubernamental (Tejera Gaona 2002:34).

Con esta breve definición debemos subrayar que con o sin adjetivo, la participación social resulta un concepto toral ubicado en el punto de intersección entre las políticas de protección del patrimonio arqueológico en México y los derechos a participar de las políticas publicas como ejercicios ciudadanos.

No obstante, para aproximarnos al tema, debemos señalar que en diferentes instancias del gobierno federal, como por ejemplo en la Secretaría de Marina y Recursos Naturales (SEMARNAT), se han implementado algunos ejercicios de participación con las comunidades locales en el marco de la Ley Federal de Protección del Medio Ambiente. A decir de Elvira Quezada y José Sarukhán Kermez (2010), el involucramiento de estas comunidades en el diseño y ejecución del plan de manejo de las reservas naturales ha sido exitoso en buena medida gracias a que los conflictos surgidos durante este proceso se han resuelto por instancias de intermediación.

Otro ejemplo de participación en el país han sido los comités vecinales instaurados en la Delegación Tlalpan del Distrito Federal, que hasta los años 2002 y 2003 contaban con un presupuesto participativo aplicado a la construcción de módulos de atención ciudadana, reuniones vecinales y ventanillas únicas ubicadas en las colonias de la demarcación, lo que trajo consigo un incremento en el número de asambleas vecinales, no obstante que tal iniciativa terminó luego del arribo de un gobierno de derecha a la delegación (Bolos Silvia 2004).

En el ámbito internacional, en la ciudad de Porto Alegre, Brasil, se puso en marcha el llamado presupuesto participativo, que hasta donde está documentado por Adriana Rofman (2007: 11) ha resultado muy exitoso en términos del aumento de la confianza de la ciudadanía en el manejo de las finanzas del municipio. La autora describe que antes de la creación de esta iniciativa, la ciudad de Porto Alegre, con una población de 1.5 millones de habitantes, presentaba serios problemas de exclusión urbana y favelización, en la cual el 98% del presupuesto municipal estaba destinado al pago de salarios de los funcionarios y solo el 2% se aplicaba a servicios urbanos. Fue así que en el año 2007 el alcalde Olivio Dutra, del triunfante partido laborista, decidió preguntar directamente a la comunidad en qué deseaban invertir el 30% de los fondos municipales a través de un proceso de elección de los delegados vecinales, con temáticas bien definidas, entre las que se encontraban salud, educación, movilidad, desarrollo económico y desarrollo urbano.

A reserva de analizarlo con mayor detalle, debemos señalar que con esta iniciativa la infraestructura de la ciudad aumentó considerablemente. Por ejemplo, el suministro de agua pasó del 75% al 98%, mientras que el sistema de alcantarillado presentó un aumento del 46% al 74% y la recaudación de impuestos del 13% al 35%. También se cuadruplicó el número de escuelas aunado al interés ciudadano por discutir los contenidos del plan de estudios. En la actualidad, esta interesante fórmula sigue incrementando el número de participantes día con día (ídem).

En el caso de España, la Constitución de este país ha incluido desde 1985 la posibilidad de una “ampliación” en la utilidad pública en materia de patrimonio cultural, sin que ésta fuera afectada en su condición jurídica, mediante las llamadas asociaciones sociales de utilidad pública, que funcionan como organismos vecinales interesados en identificar y atender sus problemáticas locales ligando las competencias de diferentes órdenes de gobierno. Por la información disponible, sabemos que las organizaciones sociales tienen que registrarse obligatoriamente en tribunales gubernamentales especificando cómo y de qué forma incidirían en la política pública. Artículo 3o de la Ley Española 1/2002.

Con estos antecedentes a continuación realizaremos un breve mapa de ruta sobre las fases por las que han transitado las políticas de participación social en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, organismo encargado por ley de la investigación, difusión, conservación y salvaguarda del patrimonio arqueológico nacional, a través de un enfoque histórico comparativo.

La participación social en el INAH

Para comenzar este recorrido hemos decidido dividir este tema en dos grandes etapas: la primera en el contexto de la ideología nacional comprendida desde finales del siglo XIX y hasta el sexenio de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), caracterizada por vincular a estos vestigios con el estado nacional, adjudicándoles una carga política, y la segunda corresponde a la participación dentro del modelo neoliberal, en la cual la presencia de las comunidades en los planes y proyectos del INAH se conciben desde una lógica de eficacia gerencial.

La participación social en la época del Estado Nacional

Como sabemos, los orígenes tempranos de la ideología nacional se remontan a los años posteriores a la Independencia de México, en donde una vez decretada la expulsión de los peninsulares en 1828, cundía un sentimiento antiespañol y prevalecía la idea de que la «nación» no era algo que tenía que ser construido, sino, retomado del pasado prehispánico (Cottom 2008).

Bajo esta ideología las antigüedades prehispánicas empezaron a figurar como temas propios de la instrucción pública y la educación. Prueba de ello es que en el año de 1830 Lucas Alamán, eminente político, historiador y escritor mexicano, estuvo a cargo de elaborar el primer Plan Educativo Nacional, en el cual exigió integrar el conocimiento existente sobre las culturas prehispánicas en los planes de estudio de todo el país (ídem).

Recordemos que México, tras una serie de batallas, invasiones y calamidades vividas durante la segunda mitad del siglo XIX, entró en sincronía con el surgimiento de diferentes nacionalismos en el mundo. Teniendo como trasfondo este contexto, durante el Porfiriato en México la ideología nacional se consolidó mediante un relato histórico que incluía imágenes y monumentos asociadas a una idea de civilizaciones prehispánicas pobladas por grandes matemáticos, astrónomos, ingenieros, arquitectos y sacerdotes sumergidos en una vida profundamente ritualizada, por lo que no es exagerado afirmar que durante este momento se empezaron a arraigar dogmas y fundamentos del pasado prehispánico en la población en general.[2]

Esta cultura nacional se apuntaló además con una literatura nacional, una poética nacional, incluso una medicina nacional, en una ideología que estaba a coro con el trabajo de políticos, artistas, escritores e intelectuales que construyeron discursos, litografías, pinturas, canciones, celebraciones cívicas, poesía y proclamas públicas tendientes a abonar a la construcción de un sentimiento de unidad nacional.

De acuerdo con autores como Alfredo Ávila, Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano Ortega (2010:89), durante el año 1900, aun con una población mexicana heterogénea y desigual, no se dudaba de la legitimidad de este relato histórico oficial, mismo que continuó en la época revolucionaría pero bajo nuevos paradigmas, tales como la justicia social, la educación y la reforma agraria, y en donde se incluían poemas que describían los sufrimientos de la gente del campo y los lamentos de la clase explotada.

En este momento adquiere especial relevancia la corriente de muralistas mexicanos encabezados por Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, quienes pintaron imágenes de momentos cruciales de la historia de México exaltación del indígena y el mestizo de profundas raíces prehispánicas.

Es en este contexto el Presidente Lázaro Cárdenas del Río crea en 1934 el Instituto Nacional de Antropología e Historia como una institución encargada de proveer y salvaguardar estos símbolos, imágenes, sentidos y significados prehispánicos para continuar nutriendo el relato nacional, mismo que sería trasmitido a miles de niños mediante el sistema escolar oficial[3].

A estas alturas del siglo, es decir durante el comprendido de 1919 y hasta mediados de los años setentas, los perfiles de los funcionarios públicos corresponden también al de arqueólogos con amplios conocimientos de las problemáticas de la historia cultural en distintas regiones del país, además de tener claridad sobre el papel que el INAH mantenía en la política de Estado. Entre estos funcionarios/especialistas, podemos mencionar a Manuel Gamio, Lucio Mendieta, Alfonso Caso, Ignacio Bernal, Jaime Torres Bodet, incluso contra hegemónicos, como Guillermo Bonfil Batalla y Leonel Durán por citar algunos.

No obstante, la riqueza de sus investigaciones contrastó notablemente con la indiferencia hacia temas de participación social. Eran los tiempos donde la misión del Estado Benefactor paternalista asignaba sentidos fijos al pasado prehispánico, por lo que se asumía que su conservación debería ser independiente de los reclamos sociales sobre su uso y acceso, lo cual se vio reflejado en el marco normativo.

Sobre el particular debemos mencionar que en la discusión de la Ley sobre Protección y Conservación de Monumentos y Bellezas Naturales de 1930, presentado por Manuel Gamio y Lucio Mendieta y Núñez[4], la visión de Gamio de la población mexicana era la de «un pueblo vencido, falto de preparación, pesimista ante el progreso, a la que se le debía hacer justicia con la Revolución Mexicana» (Gamio 1916: 21).

En este contexto Gamio le imprimió una fuerte carga negativa respecto a la posibilidad de que la población mexicana participara de la política pública entorno a los monumentos arqueológicos localizados en su territorio, tal y como se menciona en la siguiente cita:

«La protección y participación social se lograrían mediante una buena ley, pero sobre todo con una estricta vigilancia hacia los grupos sociales participantes; además agrega: la acción del individuo necesita de claros límites legales» (Cottom 2008)

Años más tarde y en contexto de la creación de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos en 1972, el licenciado Jorge Williams García y el diputado Guillermo Ruiz Vázquez elaboraron un documento intitulado «Consideraciones a la iniciativa de Ley sobre Monumentos Arqueológicos, Históricos y Zonas Monumentales», donde advierten la necesidad de considerar a los gobernadores, las autoridades municipales y a los inspectores escolares como coadyuvantes en la vigilancia de los sitios arqueológicos, poniendo en conocimiento de la autoridad competente los saqueos, la destrucción y los daños ocasionados a los monumentos.

En este sentido, también resulta interesante su propuesta de otorgar a todos los comisarios ejidales del país cierta responsabilidad en el asunto, como por ejemplo en la vigilancia y la protección de los sitios arqueológicos ubicados dentro de sus ejidos (Cottom 2008). Estas observaciones fueron aceptadas en lo general por la Cámara de Diputados, quedando asentadas en Ley Federal de Zonas y Monumentos de 1972 de la siguiente forma:

«…el INAH puede autorizar a asociaciones civiles, juntas vecinales o a uniones de campesinos para que lo auxilien en el cuidado y preservación de una zona o monumento determinado y promover la visita pública (Artículo 2 de la Ley Orgánica del INAH y Artículos 1,2,6,7 y 8 de su reglamento).

«acreditar ante el instituto competente que sus miembros gozan de buena reputación y que no han sido sentenciados por la comisión de delitos internacionales; estas organizaciones solo requieren de un mínimo de 10 miembros y pueden recibir permisos con duración de hasta 25 años, prorrogables por una sola vez por igual termino 50 años, para instalar estaciones de servicios para visitantes dentro de zonas de monumentos determinados» (Artículo 2, Fracción IV de la Ley Orgánica del INAH).

Esta situación también quedó reflejada en el Reglamento de la Ley Federal Sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos de México de 1975:

Artículo 1.- El Instituto competente organizará o autorizará asociaciones civiles, juntas vecinales o uniones de campesinos, que tendrán por objeto:

I.- Auxiliar a las autoridades federales en el cuidado o preservación de zona o monumento determinado;

II.- Efectuar una labor educativa entre los miembros de la comunidad, sobre la importancia de la conservación y acrecentamiento del patrimonio cultural de la Nación;

III.- Proveer la visita del público a la correspondiente zona o monumento;

IV.- Hacer del conocimiento de las autoridades cualquier exploración, obra o actividad que no esté autorizada por el Instituto respectivo; y

V.- Realizar las actividades afines a las anteriores que autorice el Instituto competente.

Con estas consideraciones queda claro que estas cláusulas fueron un avance en el reconocimiento y ampliación de la participación social en torno al patrimonio arqueológico, no obstante también se advierte que esta participación se redujo a una serie de «formas de coadyuvancia», al transferirles a los grupos sociales parte de las obligaciones del INAH y del Estado en la protección, difusión y restauración de los bienes arqueológicos, sin explorar la posibilidad legal o política de que los participantes pudieran incidir en la toma de decisiones sobre las políticas de protección o en el diseño de los planes de manejo para sus localidades.

Con lo expuesto hasta aquí es pertinente aclarar que el INAH no ha sido una entidad monolítica compuesta exclusivamente de los rasgos y factores propios de las elites dominantes, sino que en su seno se han registrado aspiraciones y críticas a su actuación. Como ejemplo citamos los señalamientos de Guillermo Bonfil y Leonel Durán (1900), quienes desde entonces advertían que la ideología nacional era políticamente útil para el sistema, ya que era utilizada como un velo que ocultaba las profundas contradicciones del sistema político, los conflictos entre clases y las desigualdades económicas existentes.

Pese a ello existe cierto consenso entre los especialistas respecto a que en muchos ámbitos de la vida nacional de esta época, el Estado, el INAH y diversos sectores sociales eran entidades políticas que se mantenían unidas discursivamente con la argamasa ideológica del nacionalismo.

El INAH y el neoliberalismo

Un segundo momento en la historia de la participación social en el INAH se dio bajo la concurrencia de tres hechos históricos fundamentales: el primero fue la disolución de la ideología nacional dominante y su sustitución por un modelo económico de libre mercado; el segundo fue la adscripción de las instituciones culturales del país hacia los principios generados por los organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), y el tercero ha sido la introducción de nuevas tecnologías y con ello la atomización de las identidades individuales y colectivas.

Y es que en la década de 1970 el sistema autoritario nacionalista empezó a fracturarse debido principalmente a las recurrentes crisis económicas y políticas sexenales, como por ejemplo la inflación se disparó del 4.5% en 1971 a 22.2% en 1976, el déficit público creció de 11.082 pesos a 102 710 pesos en 1976; la deuda externa paso de 4 millones de dólares en 1971 a 102 millones en 1976. En agosto de 1976 el gobierno tuvo que devaluar la moneda en casi un 100%, lo que puso fin a más de veinte años de paridad con el dólar (Ponte 2004), lo cual generó un proceso de liberación de la economía.

De allí que autores como Durand Ponte (ídem) afirman que el abuso del uso de los símbolos y rituales prehispánicos que caracterizó la época nacional, fuera ahora contraproducente en la medida que se asociaron a la corrupción del antiguo régimen monopartidista.

Derivado de este cambio de modelo económico, el aparato estatal experimentó un repliegue de las elites de gobierno respecto a lo social, proceso que el sociólogo Christopher Lasch (1986:67) ha denominado como «la rebelión de las elites», proceso en el que los principales actores económicos y políticos se liberan de la suerte de las mayorías, dando por concluido el compromiso social que caracterizó discursivamente al Estado nacional.

En el ámbito de las instituciones culturales del país también se observa una adscripción a los postulados dictaminados por organismos internacionales como la UNESCO, adoptando premisas «universales» tales como la democracia y la participación social como condición para considerar a un país democrático y en plena vía de desarrollo, pasando por alto el hecho de que son precisamente las condiciones del gran capital la causa y el efecto de las enormes desigualdades económicas, políticas y sociales existentes en un país multicultural y diverso como el nuestro (Rodríguez 2010). Para ilustrar esta perspectiva citamos el documento de la UNESCO:

Situar la cultura en el núcleo del desarrollo constituye una inversión esencial en el porvenir del mundo y la condición del éxito de una globalización bien entendida que tome en consideración los principios de la diversidad cultural: la UNESCO tiene por misión recordar este reto capital a las naciones […]. Se trata de anclar la cultura en todas las políticas de desarrollo, ya conciernan a la educación, las ciencias, la comunicación, la salud, el medio ambiente o el turismo, y de sostener el desarrollo del sector cultural mediante industrias creativas: a la vez que contribuye a la reducción de la pobreza, la cultura constituye un instrumento de cohesión social (Pérez de Cuellar, 1996: 23)

Para cumplir con este propósito la UNESCO se ha dio a la tarea de emitir «listas de sitios de patrimonio mundial» mismos que son incluidos en listas internacionales de financiamiento económico. Bajo estos lineamientos «los nuevos funcionarios» mexicanos se apresurarían a construir planes de manejo que a la usanza de Estados Unidos y Europa asimilarían a algunos sectores de la sociedad bajo criterios gerenciales y operativos, con el objetivo de cumplir con los requisitos y los términos que establecen dichos protocolos.

El organigrama del INAH también sufrió transformaciones, ya que en 1988 se le sujetó administrativamente a una nueva cabeza de sector, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), un organismo administrativo desconcentrado de la Secretaria de Educación Pública (SEP) que a la postre absorbió buena parte del recurso destinado a la cultura, incrementando el aparato burocrático cultural, lo cual derivo a su vez en la división y súper especialización los departamentos y coordinaciones al interior del INAH.

Este conjunto de acontecimientos dio como resultado que el patrimonio arqueológico se visualizara como un recurso para generar desarrollo económico. Esto quedo demostrado con los más de 14 actos legislativos, entre los que se cuentan acuerdos de ley, puntos de acuerdos y legislaciones que intentan cambiar el marco jurídico para facilitar los cambios en las instituciones y con ello el tratamiento comercial de ese patrimonio (Cottom 2000). Sobre este en particular vale la pena señalar la que se establece en el Plan Nacional de Cultura en México 2007-2012:

México está inserto en una dinámica globalizadora que obliga a enfrentar importantes retos culturales propios del siglo XXI. Para ello necesita replantearse sus estrategias y mecanismos que coadyuven a la protección, promisión y difusión de la cultura mexicana tanto a nivel nacional como internacional en este sentido las políticas culturales deben ser generadoras de desarrollo social y económico y deben ocupar un lugar prioritario dentro de las políticas gubernamentales. (Vela 2006)

Con estas directrices la SEP-CONACULTA-INAH desde la década de 1990 promovieron un plan de ciudadanización y descentralización tendiente a activar las corresponsabilidades de los tres niveles de gobierno en cada entidad federativa, multiplicando los «convenios» con la participación de la sociedad civil en materia de preservación del patrimonio cultural.

Para dar ejemplos concretos que sirvan para ilustrar el estado de la cuestión analizamos los tipos de participación social contemplada en los Institutos de Cultura, Los Convenios Marco de Colaboración, los Organismos Sociales Coadyuvantes del INAH y los Consejos Consultivos Estatales.

La participación social en los Institutos de Cultura

Los Institutos de Cultura en el país se crearon con propósitos descentralizadores y coadyuvantes en las tareas de protección del INAH, INBA y CONACULTA en cada entidad de la Federación. Actualmente existen 26 de éstos en diferentes estados de la República (Olivé y Cottom 2000). No obstante al analizar sus actas fundacionales se advierte que la estructura orgánica refleja la estructura organizacional del INAH y la Federación, ya que en todos los casos, sus consejos consultivos están encabezados por el gobernador de la entidad y los cargos suplementarios son ocupados por los subsecretarios, desactivando a priori la posibilidad de mantener algún nivel de autonomía en la toma de decisiones.

Otra característica de estos espacios es que operan con formas de participación social delimitadas en la propia Ley de 1972, por lo que pueden ser considerados como continuadoras de ésta, además de que, administrativamente su operación depende de los recursos económicos del Ejecutivo y del Congreso local. Por otra parte cuando, revisamos detalladamente sus clausulados, nos percatamos que de los 26 estados analizados, 7 omiten la participación social y los restantes 19 la conciben pragmáticamente, es decir entienden por «participar» a la conformación de patronatos de apoyo económico, difusión de valores culturales o promotores de actividades artísticas culturales, asociadas a las actividades políticas de sus directivos.

Conceptualmente, llama la atención que en todas las actas constitutivas se haga alusión al patrimonio cultural con sentidos fijos, equiparándolo con el de «identidad local» o en otros casos con conceptos como el de»idiosincrasia del estado». Luego entonces se llama a los grupos sociales de sus entidades a «proteger» dicha idiosincrasia, desatancando en este sentido los casos de Baja California Norte, Campeche, Colima y Nayarit.

En contraparte los estados de Nayarit y Jalisco reflejan un clausulado más profundo de los conceptos de cultura y patrimonio, y hasta sugieren apoyar financieramente la participación social.

Con estas excepciones podemos afirmar que debido a las inocuas representaciones de participación ciudadana en los Institutos de Cultura puede afirmarse que estos espacios fungen como representaciones corporativas vinculadas a diferentes instancias de gobierno.

La participación social en los Convenios Marco de Colaboración

Los Convenios Marco de Colaboración surgieron como iniciativa de los propósitos de ciudadanización de CONACULTA (La Cultura en tus Manos 2001-2006) para fortalecer la cuadyuvancia entre el INAH y diversos grupos de la sociedad civil en torno al manejo de los sitios arqueológicos. Hasta el momento se han publicado de manera oficial 10 Convenios Marco de Colaboración: uno en Nayarit, uno en Yucatán, dos en Querétaro, uno en Coahuila, cuatro en Colima, y uno en Guerrero (ídem).

Al igual que los Institutos de Cultura, la participación social se ha ceñido a las disposiciones establecidas en la Ley Federal de 1972, por lo cual en ninguna de sus cláusulas se especifican las funciones y beneficios educativos y materiales para las comunidades participantes, así como las posibilidades de intervenir en el diseño y puesta en marcha de los planes de manejo de los sitio arqueológicos de sus localidades.

Otra constante es que los recursos económicos para los convenios provienen de fórmulas mixtas entre el INAH, los estados y la Federación, por lo que se advierte a priori una sujeción administrativa para las comunidades participantes, de allí que el sentido del Convenio Marco de Colaboración, a pesar de concebirse como una opción interesante, termina generando un proceso de asimilación de grupos comunitarios a las dinámicas gubernamentales.

Hasta ahora, los Convenios Marco de Colaboración no han cambiado las bases reales de la participación comunitaria; por el contrario, están en vías de convertirse en instancias de formalización y legitimación de las decisiones tomadas por agentes estatales. Los grupos sociales involucrados no tienen capacidad real para debatir e incidir en dichos convenios marco, si no como elementos meramente complementarios de la ejecución de una política pública decidida desde el centro.

La participación social en los Organismos sociales cuadyuvantes con el INAH

Según la informacion proporcionada por la Dirección de Operación de sitios del INAH, en el país se tiene un registro de 290 organizaciones sociales coadyuvantes con el INAH en labores de protección y salvaguarda del patrimonio cultural, destacando los casos del Estado de México, Distrito Federal, Oaxaca y Puebla.

Del total de 290 0rganizaciones, 174 estan enfocadas a la restauración de templos o conventos, 21 en museos regionales, 19 en defensa del patrimonio intangible, 3 en la protección de archivos documentales, 3 a la imagen urbana de poblaciones tradicionales y solo 43 están orientados a la protección y difusión del patrimonio arqueológicos, mismos que se encuentran distribuidos de la siguiente manera: 7 en Guerrero, 4 en Puebla, 2 en Nayarit, dos en Veracruz y dos en Oaxaca entre otros (Delgado 2012).

De éstas, el 99% fueron «constituidas» en los últimos 10 años , siendo las más antigua la Junta Vecinal ubicada en Queretaro en septiembre del año 2000 (ídem), creada a partir del programa gubernamental foxista que anunciaba una política de cuidadanización y fortalecimiento del federalismo.

Un dato relevante es que los objetos sociales que llevaron a estos grupos a constituirse en cuadyuvancia con el INAH, están en lógica con el discurso nacionalista, construido históricamente por el Estado, en slogans tales como: nuestras raíces, identidad mexicana, tradiciones, pasado glorioso, sin asomo de algún discurso contrahegemónico en este sentido.

Estos organismos han surgido como espacios institucionalizados de participación carentes de una verdadera respresentatividad comunitaria, desprovistos de facultades para tomar decisiones o para incidir en las acciones de gobierno y por lo tanto, solo funcionan como órganos corporativos y clientelares vinculados a gremios o sectores políticos o religiosos (Cottom 2008).

Los Consejos Consultivos Estatales

Finalmente la creación de los Consejos Consultivos Estatales se visualiza como el canal propicio para la participación social en torno al patrimonio arqueológico en la resolución de algunas de las problemáticas locales. La creación de estos Consejos quedó establecida en el Artículo segundo de Ley Orgánica del INAH:

Impulsar, previo acuerdo del Secretario de Educación Pública, la formación de Consejos consultivos estatales para la protección y conservación del patrimonio arqueológico, histórico y paleontológico, conformados por instancias estatales y municipales, así como por representantes de organizaciones sociales, académicas y culturales que se interesen en la defensa de este patrimonio. (Artículo 2 de la Ley Orgánica del INAH, 2002)

Con este mandato de ley se pretende formular planes, programas y proyectos de protección y conservación del patrimonio cultural y paleontológico a través de la participación de instancias estatales y municipales, así como por representantes de organizaciones sociales, académicas y culturales que se interesen en la defensa de este patrimonio, dicho lo cual se visualiza como el canal adecuado para que este Consejo llegue a la institución y entonces las políticas respondan a las necesidades locales.

No obstante, desde su decreto hasta la fecha no ha impulsado la creación de un sólo Consejo Estatal. Las razones de esta omisión quizá obedezcan a un desdén histórico hacia los grupos de la sociedad civil, la reticencia para otorgar espacios políticos que impliquen la pérdida de control institucional, o simplemente a la incapacidad para operarlos políticamente. En este particular podemos citar el caso de Oaxaca, cuando en un intento reciente por crear dicho Consejo, éstos fueron objeto de un forcejeo político al querer ser controlados directamente por el gobernador de estado versus los personajes que se hacen llamar «líderes de las comunidades» para satisfacer necesidades locales o de grupo (Cottom, información personal 2011).

Cualquiera que sea el caso, queda claro que la creación de estos espacios implican la realización de estudios antropológicos integrales previos que partan de las condiciones socioeconómicas, culturales y sociales de las comunidades con las que se pretende trabajar, por ejemplo en sus estructuras de organización, su especificidad en los contextos históricos y socioeconómicos, así como los mecanismos de ley para ligar ámbitos de competencia en los tres niveles de gobierno, lo cual generaría las condiciones estructurales para hacer efectiva la participación social.

Ante el trabajo que se advierte, los funcionarios de las instituciones culturales han optado por ignorar este mandato, y en su lugar realizan «operaciones políticas discrecionales», negociando acuerdos con grupos comunitarios o particulares, muchas veces contradictorios a los propios mandatos de ley.

Conclusiones a la participación social

Con esta breve historiografía podemos establecer que la participación social ha transitado por dos grandes etapas: la primera, caracterizada por la construcción patrimonial vinculada a su utilización como recurso de unificación de la nación con sentidos fijos y «sacralizados» para los vestigios arqueológicos, en la cual la participación de los grupos sociales estuvo delimitada en los términos y acciones que el Estado central estableció y reconoció.

La segunda supone la superposición de una nueva ideología vinculada a los procesos de globalización y libre mercado, en la que se hace patente la adscripción a protocolos dictados por organismos internacionales como la UNESCO y el FMI y donde la participación se transforma en ejercicios de control corporativo con criterios de eficacia gerencial.

Luego entonces podemos afirmar que la ecuación patrimonio-identidad nacional fue desplazada por la de patrimonio-venta-turismo, dirigida por una nueva lógica de mercado.

Sin embargo, a pesar de esta diferencia, en términos sociales el resultado fue similar en ambas etapas: la participación social en temas de patrimonio arqueológico en México ha estado ceñida a formas de control corporativo y clientelares definidas por simples formas de coadyuvancia, lo cual no representa un problema en sí mismo ya que al tratarse de un bien público es lógico suponer que no se puede considerar usos distintos a los conferidos por la ley; los problemas comienzan cuando no se explora la posibilidad de que los participantes puedan agendar y resolver problemáticas locales en el ámbito de dicha utilidad pública, ligando así las competencias de otras instituciones coadyuvantes con el INAH.

Por ello afirmamos que la utilidad pública consagrada en la Constitución y los problemas comunitarios locales no son asuntos incompatibles, ya que se trata del adverso y reverso de una realidad: la falta de una participación social efectiva como un acto concreto y la falta de aplicación de mecanismo de ley creados para este fin, tal y como se ordena en los Consejos Consultivos Estatales y el Acuerdo 169 de la Organización Mundial del Trabajo (OIT).

Así, tanto el nacionalismo como el neoliberalismo han sido procesos que más que fomentar acciones conjuntas entre las distintas comunidades y las instancias gubernamentales del país, han reforzado un sentimiento de «lo local», propiciando que dichas comunidades construyan estrategias para lograr accesos factuales al patrimonio arqueológico, la mayor parte de las veces en detrimento de la utilidad pública y a contrapelo de las políticas de protección de la institución, fenómeno al que hemos denominado como movilidad comunitaria (Delgado 2012).

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Notas:

[2] Como ejemplo de ello citamos las obras La Tortura de Cuauhtémoc, de Leandro Izaguirre, El Abrazo, de Jorge González Camarena, así como Tlatelolco, de David Alfaro Siqueiros. El sentimiento antiespañol representó una pieza clave en la conformación de la identidad nacional durante este periodo.

[3] En este sentido, Carlos Monsiváis (1985) afirma que las escuelas primarias y secundarias del país fungirían desde entonces como auténticas fábricas de la identidad nacional.

[4] Proyecto de Ley sobre monumentos y objetos arqueológicos, Secretaria de Agricultura y Fomento, 29 de diciembre de 1922.

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Sobre el autor: Doctor en Arqueología por el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM e investigador de la Zona Arqueológica de Teotihuacán.

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ArKeopatías opera bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento – NoComercial – Compartir Igual 4.0 Internacional License, por lo que agradecemos citar la fuente de este artículo como: Proyecto ArKeopatías./ “Textos de la casa #78″. México 2015. https://arkeopatias.wordpress.com/ en línea (fecha de consulta).

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