Por Mariángeles Orozco
¿Querés coca? Agarrá unas hojas y ponelas al costado de la boca. ¡No las mastiques! Si las dejás reposar, tienen mejor efecto. Ya te vas a acostumbrar.
Un mes en la puna catamarqueña trabajando en un sitio arqueológico a más de 3.200 msnm., en la Reserva de Biósfera Laguna Blanca, Catamarca, Argentina. La invitación me llegó por Facebook: “Llamada a voluntarios Campaña Arqueológica Laguna Blanca Nov-Dic 2013”. Las condiciones que enumeraban eran difíciles. Sin electricidad tan sólo un generador, sin agua caliente, sin señal de teléfono, sin internet, sin hospital cerca. Sin Facebook, Twitter o Smartphone. Con voluntarios de otras ciudades, de otros países y continentes. Una de las condiciones para participar era permanecer el mes completo. Un mes de silencio, trabajo y nuevas experiencias. ¿Por qué no? Los porque no eran muchos. Podía pasarme cualquier cosa. Desde el viaje Mendoza/Catamarca para una chica de 22 años sola con una bolsa de dormir colgando de la mochila era un riesgo. Convivir con desconocidos por un mes sin poder avisar cualquier emergencia, también. Pero, ¿por qué no? El Instituto Interdiciplinario Puneño, vinculado a la Universidad Nacional de Catamarca, Argentina, era quien la organizaba. Pedí consejos para armar la mochila.
Voy. La primera campaña arqueológica a la que asistía comenzó dos días antes que el resto del equipo.
Éramos 4. Un ingeniero agrónomo y un arqueólogo, un estudiante de antropología y yo por dos días en el Museo Interdisciplinario Puneño. El día que llegamos corría viento, la capa de polvo suspendido cubría el valle no nos dejaba ver a la distancia, pero a medida que se asentaba empezamos a divisar la laguna de lejos, las casas del pueblo, la iglesia, las montañas, el cerro Nevado como guardián imponente del valle y la puna andina delante de nosotros. Durante el día conocimos el lugar, nos acostumbramos a la altura, leímos con tal paisaje como telón y hacíamos todas las preguntas que podíamos. “La curiosidad es una virtud para toda investigación. También para la vida” -dijo Alberto, el agrónomo mientras entonaba canciones en su quena con canciones populares. Al momento de cenar, una improvisada lámpara de una botellita de licor con una mecha era nuestra única luz además de las linternas de cada uno. Noche de bolsa de dormir escuchando el viento bajando entre los cerros.
El segundo día nos despertamos temprano, había un evento a orillas de la laguna: el Chaku. La captura y esquila de las vicuñas para su posterior liberación. El trabajo empieza temprano, cercando a los animales –con modernas camionetas y motos- hasta lograr retenerlos en un pequeño cerco que posibilita su captura. Eligen un camélido, vendan sus ojos y atan sus patas y un grupo habilidoso logra tumbarlo mientras una tejedora experta se acerca con las tijeras. Emite un sonido singular, un llanto profundo mientras dura la esquila. Cuando terminan reúnen la lana para pesarla y etiquetarla, apartan al animal de los demás esquiladores sujetándolo por sus extremidades con cuidado para no dañarlo. El momento de la liberación es singular en belleza, la vicuña extiende sus finas patas y su largo cuello para alejarse saltando hacia la Laguna. Es un evento social que reúne a los pobladores, algunos turistas curiosos y arqueólogos de paso. Arqueólogos que observan esta práctica incaica revivir y desarrollarse con algunas modificaciones, pero intacta en su esencia. El Chaku es el momento del hombre con su entorno y la historia que los une.
Todavía fascinados por el momento que presenciamos, volvimos caminando varios kilómetros hasta el Museo por la orilla de la laguna, espantando con nuestro paso a los flamencos rosados que habitan en esas alturas. Al día siguiente llegaría el resto del equipo y comenzaría el trabajo. Pero esa noche disfrutaríamos del frío silencio y una rica cena iluminados por la mecha improvisada.
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